Cataluña parece condenada a vivir otoños calientes. Sea en forma de referendo fake (2017), así lo aseguran ahora algunos dirigentes independentistas que le ven las orejas al león judicial, sea en forma de agitación ciudadana igualmente ficticia (2018), pues ni el Gobierno de Quim Torra ha implementado la prometida república catalana ni la masa/pueblo --perdón por la terminología, es lo que tiene escuchar la matraca del juicio del Tribunal Supremo en TV3-- ha salido a la calle a reivindicarla.

Para la temporada otoño/invierno de este año, los mentideros parlamentarios auguran comicios catalanes, tras un ciclo electoral triple --generales, municipales y europeas-- y la sentencia del 1-O, que podría dictarse este verano. Y digo mentideros porque el presidente de todos los catalanes se niega a explicar qué hoja de ruta tiene para su agónico gobierno, más allá de ponerse gallito con los lazos amarillos, pues en eso han quedado las hazañas bélicas del independentismo irredento. ¿Grotesco? Mucho. No es de extrañar que incluso la CUP diga ¡basta ya! y exija elecciones, mejor antes que después. En esa tesis están también PSC, PP, Ciudadanos y Catalunya en Comú-Podem. Y apostaría a que ERC también, aunque no serán los republicanos quienes saquen a la superficie su soterrada guerra interna con sus socios de gobierno, rompiendo el pacto con Junts per Catalunya. Una cosa es negarse a reeditar un bloque electoral independentista y otra, volar solo antes de calibrar sus perspectivas electorales, que para eso servirán las generales y, sobre todo, las municipales.

De momento, lo único que tienen en común los neoconvergentes --más atomizados que nunca e incapaces de ofrecer un proyecto catalanista alternativo al bizarrismo de Carles Puigdemont-- y los republicanos es su deseo de celebrar mítines y debates en las prisiones. Quieren hacerlo en abierto, a riesgo de que se produzca un motín carcelario, pues a ver quién es el recluso que aguanta las peroratas patrióticas de los presos independentistas quienes, no hay duda, abundarán en los argumentos victimistas y patrióticos.

Lo dicho, elecciones en otoño, una vez constatada la inoperancia del Govern de la Generalitat, la falta de presupuestos para 2019 –vamos a una segunda prórroga-- y la pérdida de la mayoría parlamentaria. Bajo estas premisas, el Pleno del Parlament que se celebra la semana próxima pondrá a prueba la capacidad de la oposición para trascender sus rencillas con el debate de una moción del PSC en la que se insta a Torra a someterse a una cuestión de confianza o convocar elecciones. No le queda otra, aunque los independentistas nos tienen acostumbrados a pasarse por el forro las resoluciones de una Cámara catalana que, aseguran, es soberana.

El president pasará muy probablemente por el bochorno de ser reprobado en el hemiciclo, pero la última palabra sobre un nuevo avance electoral o no la tendrá Puigdemont, pues Torra no mueve un dedo sin consultarle. Su nueva portavoz, Meritxell Budó, no descartó que la reacción del Govern a la sentencia del 1-O sea la convocatoria de elecciones. Aunque precisa que no tiene por qué ser la única medida. Para eso han quedado los voceros gubernamentales. Para no decir ni sí, ni no, ni todo lo contrario. Alta política, sin duda.