Nada descubro si afirmo que esta Diada será la más rara y descafeinada de cuantas hemos vivido. Y me aventuraría a decir que también de las que vendrán. Con ninguna se puede comparar: ni con la primera conmemoración de los hechos de 1714, en 1886, ni con las siguientes (por cierto, la estatua de Rafael Casanova, punto central de esta festividad, se instaló en 1888). Ni siquiera tendrá similitudes con la celebrada el 10 de septiembre de 1976, la primera manifestación autorizada en todo el país tras la muerte de Franco. Fue en la rambla de Terrassa, como bien recuerda una placa ubicada en la fachada del Mercat de la Independència. Con todo, no fue hasta 1980 cuando el Parlamento catalán declaró el 11 de septiembre fiesta nacional. Mucho ha llovido desde entonces (aunque extrañamente lo hace en este día tan importante para el nacionalismo).

La Diada del 2020 está marcada por la pandemia. Es la festividad que no tendría que ser, del mismo modo que no hubo Sant Jordi (porque estábamos recluidos). Pero el independentismo más convencido y rebelde erre que erre. Todo sea por la foto; todo sea por la causa. Es digno de análisis que la fiesta nacional de Cataluña excluya, en los últimos años, a más de la mitad de la población. Siempre fue un acto que supuraba nacionalismo, pero en un grado menor, el catalanismo, en el que tenía cabida más gente. Después están quienes pasan de toda manifestación, sea de lo que sea. Pero tampoco hay que pasar por alto que es ya una entidad la que se ha apropiado de la Diada: la ANC. Sí, esa misma cuya presidenta, Elisenda Paluzie, pedía donativos en pleno estado de alarma (cuando se amontonaban los muertos y muchas familias comenzaban a tener dificultades para llegar a final de mes) para los procesados por el 1-O. Con esto, creo, está todo dicho.

La ANC, de hecho, lleva más tiempo organizando la Diada del coronavirus que la Generalitat preparando una vuelta al cole segura. Porque no se puede separar una cosa de la otra. Hace años que el 11 de septiembre dejó de ser una fecha de celebración en Cataluña para convertirse en una jornada en la que los independentistas frustrados se sienten parte de una comunidad. Es como una terapia. Las performances y las fotografías de los últimos años han sido muy bonitas, hay que reconocerlo, del mismo modo que no se puede negar que muchos nacionalistas, desengañados, han dejado de salir a las calles en los últimos tiempos (antes de la pandemia, claro). Como muestra, la Diada del 2019, que en nada se pareció a la de años anteriores. En el fondo, el Covid es un buen salvavidas para la ANC y el independentismo, porque podrán maquillar el pinchazo. Al final del día, no obstante, venderán que, en las condiciones actuales, las manifestaciones han sido un éxito.

Así las cosas, es evidente que en este 11S no hay nada que celebrar de forma colectiva. Por un lado, entramos en un periodo de grave crisis económica (con España como primer país en términos de desplome) y social derivado de la pandemia sanitaria. Por el otro, tenemos a una clase política dividida que, en su mayoría, trabaja más para intereses personales y partidistas (¡ahora quieren modificar el delito de sedición!) que para el conjunto de la sociedad. Y, para mí, esa fecha siempre estará ligada a los atentados de Nueva York. Sin olvidar que el independentismo, el único movimiento al que, al menos parcialmente, le interesa salir a la calle este viernes, está dividido y en horas bajas, mientras Cataluña tiene a un presidente separatista al borde de la inhabilitación por desobediencia. Del mismo modo, no hay que olvidar quiénes ondean la estelada: son los que critican que Amparo, trabajadora del Parlament, hable en castellano; son los que defienden que España es muerte y paro; son los de la “raza catalana” y el catalán como lengua única; son los que cargan contra los medios públicos por llevar alguna voz constitucionalista… ¡Vaya tropa!

P. D. Esperemos que la Diada no dispare, de nuevo, los contagios, los ingresos y las muertes, porque poca incidencia tiene este virus para la cantidad de estultos que andan sueltos. No son pocos los que se bajan la mascarilla para hablar con alguien o, incluso, ¡para toser!