Habrá que manifestarse con claridad sobre lo que pasa en Cataluña. Ayer, de nuevo, la derecha volvió a la calle. Fueron unos 300.000 manifestantes que son, por su orientación en la protesta, conservadores. Quieren mantener su statu quo nacionalista, teñido de un cansino supremacismo, con sus líderes y sus símbolos identitarios apartados de cualquier control que les inoportune.

Es una lástima la confusión. Algunos se consideran progres, pero son unos incultos. Como la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, que elimina la calle Almirante Cervera para dársela a Pepe Rubianes. Servidor reía con el actor mientras fue un transgresor. Después acabó abducido por las productoras nacionalistas y acabó entregado a la hispanofobia más rancia. Por cierto, Cervera, que murió en 1909 cuando ni siquiera existía el fascismo, había que desterrarlo por ser un “facha” para la alcaldesa. ¡Qué nivelazo el de Colau, Pisarello y compañía!

Otros conservadores indepes se pasan por el forro lo de atender a los principios básicos de cualquier democracia occidental: la separación de poderes. Ya lo hicieron cuando presionaron a los jueces encargados de evaluar qué había pasado el 9N y se plantaron ante la sede barcelonesa del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña para intimidar al poder judicial cuando se disponía a ejercer la aplicación de la ley contra los promotores de aquella consulta ilegal.

Quieren mantener su statu quo nacionalista, teñido de un cansino supremacismo, con sus líderes y sus símbolos identitarios apartados de cualquier control que les inoportune

Es sorprendente que los representantes de los antiguos sindicatos de clase hayan secundado tal engaño. No debe extrañar, sin embargo, porque en los últimos años han sido colonizados por los políticos nacionalistas y se han tragado una tras otra la mayoría de mentiras que el soberanismo ha trabajado con denuedo desde que se echó al monte. Los líderes lo aceptaron, como aceptaron el equívoco derecho a decidir, porque no quisieron perder influencia y que les acabara pasando como en el País Vasco donde un sindicato nacionalista ocupó un enorme terreno en materia de representación de los trabajadores. Además, los sindicatos son cada vez más un territorio de funcionarios y menos de trabajadores de las fábricas. Y, eso, aunque les parezca un clasismo impropio de estos tiempos, es real y se nota.

Decir que no hay libertades en España, que hay presos políticos, que el Estado es totalitario y fascista es hoy el discurso de la nueva derecha catalana. Algunos son, paradójicamente, los mismos que participaban en aquellas manifestaciones de la iglesia en contra del aborto hacer unas décadas. Un conservadurismo que nace en el romanticismo, los privilegios y los fueros, y acaba vistiéndose de modernidad burguesa para darle un golpe al Estado de todos con el apoyo único de una minoría. Ese independentismo ni acepta los resultados de las urnas, ni es capaz de ponerse de acuerdo para formar un gobierno, fomenta una violencia de baja intensidad y, a la postre, se niega a debatir un modelo territorial distinto al propuesto desde sus filas.

Son una nueva casta, una nueva derecha, una carcundia que arrastra a bienintencionados gregarios que no son capaces de salir de su error ni vislumbrar el monumental engaño al que les someten

Es de derechas la manifestación de ayer en Barcelona y por eso, como explicó hace unos días en esta misma sección Manel Manchón, la izquierda española de toda la vida ha decidido separarse de ellos. ¿Qué raro resulta que la intelectualidad progresista, la comunicación y otros ámbitos del progresismo español haya dado la espalda a lo que sucede en Cataluña? ¿Será que todos ellos se han hecho unos unitaristas del PP o sencillamente unos insolidarios? Todo es mucho más sencillo: ninguno cree que lo que pasó en septiembre y octubre en Cataluña pueda quedar sin ningún tipo de evaluación judicial, como garante de la respuesta del Estado. Nadie de ese mundo considera que el independentismo tenga razón suficiente para intentar un movimiento de eco planetario a favor de sus tesis violentando los derechos del resto de personas.

Hoy, determinada derecha es así: hablan de déficit fiscal para justificar su insolidaridad con el resto de ciudadanos de España o de Europa. Apelan a la cultura propia para marcar una supremacía identitaria de difícil justificación desde una óptica de igualdad de las personas y los pueblos. Y así un largo rosario de razones que hace no sólo muy pesado y extenuante su proceso político, sino que les acaba situando como lo que representan: unos nuevos insolidarios, un grupo que bajo viejos eslóganes quiere acuñar un nuevo conservadurismo. Que luego algunos vengan con mensajes anticapitalistas, antimundialización o de hipotética justicia social da, sencillamente, risa. A la que prueban el coche oficial abandonan el metro, cuando atesoran dinero les fastidia pagar dinero y lo exportan a Andorra u otros lugares, en el momento en el que obtienen prebendas de cualquier signo en el ejercicio del poder delegado que poseen se resisten a prescindir de ellas y matarían por conservarlas. Son una nueva casta, una nueva derecha, una carcundia que arrastra a bienintencionados gregarios que no son capaces de salir de su error ni vislumbrar el monumental engaño al que les someten.