La solución del PP en Murcia para no perder la presidencia de la comunidad ha sido brindar a los díscolos de Vox una consejería tan sustancial como es la de educación. Fue Sócrates el primero en acuñar aquello de que veritas liberat nobis, una frase que se ha convertido casi en un ruego con el paso de los años por aquello de que la facilidad con la que se accede a un volumen cada vez mayor de información es proporcional a la pérdida de la capacidad crítica, con todas sus consecuencias.

Los rebeldes de Vox, con la dirección, no con sus principios, lo han tenido claro. El apoyo que necesitaba Fernando López Miras pasaba por quedarse con la llave de las políticas educativas de la comunidad. Van a imponer el pin parental, esa controvertida herramienta que permite a los padres decidir qué materias escolares evita su hijo. O, lo que es lo mismo, la mayor pesadilla de Sócrates. El veritas se va por el retrete, pero permite mantener ciertos culos en ciertos sillones muy cómodos. El poder es demasiado atractivo como para perderlo.

En cuanto al control de la educación, los nacionalismos han tenido claro desde el inicio de los tiempos que es la fórmula perfecta para sobrevivir y para conseguir que sus ideales pasen de generación en generación. Ocurre en Murcia, y antes ha pasado en otras tantas autonomías. En Cataluña, por ejemplo, decidir quién ocupa la Consejería de Educación es una de las decisiones que más tensiones ha generado en las etapas de gobiernos de coalición. Ocurre como en los medios de comunicación públicos, otros grandes emisores de propaganda, que cada vez son menos los de todos, pero establecer directrices sobre qué se enseña en las aulas (de forma más o menos disimulada) es cada vez más atractivo.

A nivel estatal hemos sido incapaces de dar forma a una ley educativa que resista los cambios de color político en Moncloa. Hecho que dice muy poco a favor de los partidos de este país y que tiene una incidencia directa en el nivel de la media de alumnos que completan la formación obligatoria. Al final, es la voluntad de la comunidad educativa la que marca el ritmo de cómo se traslada esta veritas.

Ha quedado meridianamente clara con la pandemia, donde la autorregulación ha sido la clave para que se mantuvieran unos mínimos; incluso en evitar la propagación del virus en las escuelas. Es la peor cara de la denominada autonomía de los centros, la que se entiende como dejarlos solos en los momentos de mayor tensión mientras hay prisa por definir qué se debería enseñar y qué no. En Cataluña, por ejemplo, aún se espera la lluvia de ordenadores portátiles que se prometieron en el inicio del curso para los colegios con familias más desfavorecidas.

Hace unos días, una cercana me explicaba cómo en el chat de Whatsapp de las familias de su curso (¡esa pesadilla tan real!) se estaban organizando para reclamar a la dirección de su centro un correctivo al profesor de matemáticas, ya que el último examen que había planteado a la clase solo lo había aprobado una persona, su hijo. Consideraban que esto era intolerable y que se debía bajar el nivel de exigencia para que más alumnos pasasen el corte. Al final, consiguieron su propósito. Todo lo que ocurra a partir de aquí, nos lo tenemos merecido.