La respuesta habitual de los demócratas ante los disturbios de los últimos tiempos en Cataluña es condenar la violencia. Los políticos de las formaciones moderadas, indignados, realizan declaraciones en las que reprueban las acciones de los radicales y lamentan que otros partidos se pongan de perfil o incluso jaleen a los vándalos.

Pero eso no es suficiente.

Cuando la violencia es extrema y sistemática y desborda a la policía, como es el caso de Cataluña, el debate público tiene que ser otro. Debemos preguntarnos qué margen hay que otorgar a nuestras fuerzas y cuerpos de seguridad. Debemos poner sobre la mesa qué modelo policial queremos.

ERC y la CUP ya están en ello. Este mismo lunes, la secretaria general adjunta y portavoz de los republicanos, Marta Vilalta, admitió que, en el marco de las negociaciones para pactar un nuevo Govern, su formación había acordado con los antisistema unas “líneas de trabajo” para reformar la actual regulación de la gestión del orden público.

Vilalta no entró en detalles pero todos conocemos cuál es el modelo que la CUP quiere para los Mossos d’Esquadra y las policías locales. La formación de extrema izquierda --la misma cuyos candidatos celebran que un agente esté a punto de quemarse vivo durante el ataque a una comisaría-- pretende desmantelar las brigadas de antidisturbios, impedir que la policía actúe en los desahucios y dejarles sin el apoyo jurídico de la administración cuando son agredidos.

De hecho, si se lo permitieran, nadie duda de que la CUP disolvería todos los cuerpos policiales o les cambiarían las pistolas y porras por lirios y caramelos, mientras sus secuaces arrasan y saquean pueblos y ciudades impunemente.

Una alternativa pasaría por seguir la línea de los últimos años. Es decir, no tocar demasiado las cosas, condenar la violencia cuando se produzcan altercados, mostrarse solidarios --en mayor o menor medida-- con los cuerpos de seguridad, convocar reuniones políticas --llámense cumbres o juntas de seguridad-- cuando la cosa se desmadre demasiado y, si hace falta, debilitar poco o poco a los antidisturbios.

Recordemos que el Parlament vetó las bolas de goma a los Mossos en abril de 2014 y que ahora se pone en duda incluso el uso de proyectiles de foam. Y que Colau llegó a la alcaldía prometiendo suprimir los antidisturbios de la Guardia Urbana, que todavía existen aunque se ha ido mermando su plantilla y sus atribuciones y rara vez actúan.

Pero también hay una tercera opción: amparar políticamente a las fuerzas y cuerpos de seguridad --con discursos, normativas y protección jurídica--, dotarlas de más medios humanos y materiales, y facilitar que los antidisturbios respondan a los violentos de forma proporcionada.

La democracia implica la cesión legal del uso de la fuerza a la administración pública para hacer cumplir las leyes (por supuesto, con la fiscalización de la justicia). Y esto incluye la existencia de cuerpos policiales con capacidad para actuar con contundencia y garantía frente a los fanáticos y los terroristas callejeros.

Tal vez es momento de despojarse de algunos complejos y plantearse en serio qué modelo policial queremos: ¿uno que comporte que los agentes se tengan que arriesgar a morir abrasados o a ser brutalmente apaleados, u otro en el que los salvajes que atacan a los policías despiadadamente, destrozan las ciudades y asaltan los comercios se arriesguen a perder un ojo?

Los datos de valoración de la Policía Nacional, la Guardia Civil y los Mossos d’Esquadra en todas las encuestas del CIS y del CEO pueden ayudar a nuestros dirigentes políticos a responder esa pregunta.