El tuit de Carles Puigdemont tras las elecciones andaluzas para celebrar el desastre de Ciudadanos y animar a sus seguidores a disfrutarlo define muy bien el interés que despertó el 19J entre el nacionalismo catalán más naíf. Esta visión inmisericorde, que ni siquiera repara en el fenómeno inédito de que un partido que se reclama liberal haya desaparecido de golpe en tres parlamentos regionales --Madrid, Castilla y León (de 11 bajó a uno) y Andalucía-- se explica porque Cs concentra el odio del mundo independentista.

Una aversión, en absoluto disimulada en los medios de comunicación catalanes públicos y concertados, que se basa en la idea de que Ciudadanos nació para destruir Cataluña. Por eso no está de más en estos momentos, cuando lo que queda del partido aborda una refundación que le permita recuperar los restos del naufragio, recordar su origen que no es ni mucho menos ir contra un país, sino defender los derechos --básicamente los culturales-- de más de la mitad de sus habitantes.

El apoyo que CDC ofreció al PSOE y al PP en sus alternancias en el Gobierno tenía un precio de tarifa plana, a la que se añadía de forma constante el famoso peix al cove. El fee consistía en mirar a otro lado mientras Jordi Pujol ponía en marcha lo que posteriormente se conoció como Plan 2000, un programa para la construcción de una Cataluña que solo existía en su cabeza y que pasaba por ignorar e integrar a los catalanes no nacionalistas, especialmente a los procedentes de la inmigración. Porque, como había puesto negro sobre blanco años antes el propio president, esos ni siquiera eran portadores de una identidad cultural.

La inmersión lingüística fue un hito en ese proceso que contó con la sólida adhesión del PSC y del PSUC, y con el silencio del PP. En aquel panorama asfixiante, solo unos pocos valientes lo vieron claro y se atrevieron a levantar la voz para denunciar los abusos; muchos de ellos lo pagaron.

A principios de la década del 2000, un grupo de profesores e intelectuales impulsó un movimiento de resistencia ante lo que llamaron el “nacionalismo obligatorio” que se aplicaba --como ahora-- desde todos los resortes del poder autonómico. Los promotores, que en muchos casos procedían del entorno socialista, terminaron por crear un partido en 2006. Once años después ganó las elecciones autonómicas, un triunfo que sus dirigentes dilapidaron probablemente cegados por el anhelo de hacerse poderosos en Madrid.

Un cúmulo de errores --la negativa a coligarse con el PSOE en 2019-- y desvaríos han llevado a sus electores de Madrid, Castilla y Andalucía a entender que Cs no era más que una segunda marca del PP, por lo que al final han entregado sus votos al auténtico.

En Cataluña, la etapa de Salvador Illa al frente de los socialistas ha supuesto una cierta corrección del rumbo, aunque con sonoras meteduras de pata. Parece que al final han tomado nota de que parte de sus votantes no están por el trágala; de que muchos de ellos no consideran que emplear el castellano en el Parlament sea un ataque a Cataluña, la consigna de los supremacistas que lo consideran el idioma de seres inferiores.

Ese giro del PSC achica el espacio político de Cs, lo que no sabremos con certeza hasta las próximas elecciones. En el 14F, Inés Arrimadas perdió 20 puntos de apoyo electoral, de los que los socialistas se llevaron nueve, mientras que los otros 11 fueron a parar a Vox. Quizá ya era demasiado tarde a la vista del mal uso que Albert Rivera y su equipo habían hecho de los 1.109.732 votos que recogieron en 2017, así como de la ineficacia de socialistas y populares ante el tsunami independentista.