Permitan que inicie este relato con una vivencia personal. Hace algún tiempo asistí a una de las cenas anuales que realiza la patronal catalana de pequeñas y medianas empresas Pimec. Corría 2006 y el ministro de Industria español era José Montilla, que también participó en el evento. En esa celebración cada año se reúnen alrededor de un millar de personas vinculadas al tejido productivo de la comunidad autónoma, sobre todo pequeños empresarios que acuden a la gala endomingados como para ir a misa.

El acto fue presidido por el entonces príncipe de Asturias, Felipe de Borbón, y su recién esposada Letizia, hoy los monarcas españoles. Tras los discursos oficiales tuvo lugar la entrega de premios, la cena y el acto acabó entre aplausos. Ya concluido me sorprendió un hecho: los reunidos no abandonaban el Museo Nacional de Arte de Cataluña, en la montaña de Montjuïc. Se arremolinaban alrededor de la comitiva presidencial. Mientras conversaba con algunos de los asistentes del mundo de la empresa y la política comprobamos que se formaba una larga y espontánea cola de personas cada vez más numerosa. ¿Qué sucedía? Era bien sencillo, a la vista de la demanda, Felipe y Letizia accedieron a fotografiarse con los empresarios. Todos querían un retrato con los llamados a reinar en España, quizás antes de lo que la mayoría suponía.

Aquella proximidad e interés de la burguesía catalana por la monarquía española contrasta 12 años después con los acontecimientos recientes acontecidos en la política catalana. Tanto el Parlamento autonómico como el Ayuntamiento de Barcelona han reprobado a Felipe VI y, de repente, la misma Cataluña oficial que deseaba inmortalizarse junto a la monarquía parece mutada en burguesía republicana y antiborbónica.

¿Cuál es el principal elemento de transformación desde entonces a hoy? ¿Cataluña se ha tornado republicana por obra y gracia del Espíritu Santo? En absoluto. En esos años transcurridos, los empresarios de las pymes han perdido su referencia política de centralidad y moderación: Convergència i Unió. Sus restos son administrados por una prole de dirigentes más próximos al radicalismo secesionista que al posibilismo de sus antecesores. En ese nuevo contexto, hace un año, los legatarios del nacionalismo moderado se enfrentaron al Estado con un golpe a su línea de flotación que acabó con un referéndum ilegal, la proclamación virtual de una república y la huida al exilio de una parte de los líderes, los menos valientes que quienes aceptaron la prisión como consecuencia de su salida de tono.

La Cataluña monárquica y tradicionalista de repente se ha convertido en una comunidad de radicalismo rupturista y populismo identitario. A pesar de que, como escribió el catedrático Manuel Peña en esta publicación, Felipe VI sea lo más semejante a un rey republicano en el sentido de valores cívicos, a aquel Pepe Botella que España se cargó en el siglo XIX, aunque fuera el mejor monarca posible.

El independentismo ha resuelto que, si no pudo atentar contra la unidad del poder legislativo, torcer el brazo del ejecutivo, ni despistar con su astucia al poder judicial, sólo le quedaba un módulo estatal al que atacar de manera gratuita, sin riesgos. De ahí la lectura criminalizadora del discurso del jefe del Estado a favor de la unidad y contra la ruptura del 3 de octubre de 2017. Como si una parte amplia de los catalanes no hubieran sentido un alivio en sus palabras pronunciadas hace un año en aquellas horas vividas con verdadera angustia. El activismo soberanista ya arrancó la operación Acosar al Rey tras los atentados de agosto en Barcelona y Cambrils, pero se tiró en tromba con la coartada de las palabras del monarca dos meses después.

Al republicanismo de neoconvergentes, republicanos y anticapitalistas burgueses de la CUP se han añadido los oportunistas que dirigen Ada Colau y su señor marido en Barcelona. Es sólo por mantener la ambigüedad, créanme. En una recepción la alcaldesa agasaja al monarca con esa habilidad de actriz que la caracteriza, luego hace propaganda política en contra: su habitual soy de aquí y de allí y estoy presente en todas las salsas. Unos y otros cuentan con el apoyo indirecto y recurrente de los empresarios de la comunicación Jaume Roures, Tatxo Benet, Miquel Calzada, Oriol Soler y Toni Soler más los medios de comunicación públicos y financiados por la Generalitat. El movimiento secesionista ha comprobado que tienen en la monarquía parlamentaria española una diana sobre la que entrenar prácticas de tiro sin riesgo de proyectil rebotado. Un auténtico campo de ejercicios contra el Estado, que ni está protegido en Madrid por los complejos de PP y PSOE ni es costoso en términos de opinión pública.

El pim, pam, fuego contra la Casa Real que se vive hoy en Cataluña no tiene más sentido que laminar, en nombre del independentismo, un Estado en el que, de acuerdo con los votos, la mayoría de los catalanes está y se siente cómodo. Esas reprobaciones al monarca proceden de la Cataluña que vive en permanente estado de protesta y queja. Incluso aunque los azarosos acontecimientos vividos por la realeza española y su familia en los últimos años den para largas tertulias y sobremesas críticas, más allá de la chanza popular no existe una vocación republicana de nueva planta.

Y desde las tonterías de la alcaldesa Colau con el nomenclátor del callejero barcelonés, las estulticias que por Girona algunos han querido aplicar con su Principado a las últimas reprobaciones de la Cámara catalana o el plenario municipal barcelonés, en el fondo sólo existe un común denominador: la monarquía, como emblema, es el eslabón más débil y accesible del Estado que se intenta demoler. Felipe VI jamás podrá decidir una prisión provisional para los secesionistas, aplicar el 155 o modificar legislativamente las competencias que Cataluña posee en la actualidad. Con el ataque a la monarquía como institución sólo se pone en cuestión el andamiaje de convivencia nacido tras la dictadura franquista y rubricado en la Constitución de 1978.

Quienes desde el nacionalismo abrazaban la monarquía hace una década y hoy atacan con esa furia repentina a la esquelética cabeza del Estado saben que no tienen más formas de seguir latiendo que a través de la gestualidad de sus movimientos. Y eso, empieza a mostrar una terrible debilidad: han perdido la partida de póker e intentan en las últimas rondas desplumar al jugador más novel de la mesa. Así, de paso, esconden su inutilidad política para resolver los problemas de distribución de la renta, las amenazas de pervivencia del Estado del bienestar o enseñan a las claras su incapacidad para evolucionar hacia democracias de verdad más progresistas y participativas, menos corruptas también en los gobiernos regionales. Con esto del acoso al Rey desde las identidades populistas actúan como si se disparara con escopetas de cartuchos a los palillos de un chiringuito de feria.

La monarquía española es hoy de papel, pese a tratarse de un sencillo símbolo constitucional. En la corte de Madrid hay apuestas sobre si los descendientes de Felipe VI llegarán algún día a reinar. De momento gana el no. Lo que nadie tiene claro es que un sistema alternativo, con un jefe de Estado republicano, resulte en la práctica más democrático que el actual. Algunos recuerdan horrorizados cuando José María Aznar y el fallecido Antonio García Trevijano suspiraban por una tercera república constitucional que sustituyera a la monarquía parlamentaria. Si la tradición real (arraigada en la historia) se erradicase por los populismos que nos invaden, los riesgos de involución democrática son evidentes: será difícil que un jefe de Estado republicano acumule tan nulos poderes como los atesorados hoy por el Rey. Y eso, por más que se emperren en convencernos, no supone ni más ni mejor democracia.