La peor de las noticias que podía recibir el independentismo catalán --si fuera un movimiento homogéneo y compacto-- era que Mariano Rajoy desapareciera de la faz política de la tierra. El estilo del líder del PP era el mejor activo oculto del secesionismo --donde existe más unidad--, que aprovechaba su parsimonia para alimentarse y cargarse de argumentos con los que mantener estimuladas a sus huestes.

El aterrizaje en Moncloa de un nuevo estilo de gobierno, con un elenco de personas que apuradamente pueden simbolizar la España casposa, trasnochada y postfascista que el soberanismo dibujó, se diluye de golpe como argumento sobre el que sustentar la afrenta política al constitucionalismo.

Rajoy fue firme, pero nada más. El independentismo fue provocador, rebelde y hasta diríase que kamikaze, pero poco más. El PP gubernamental emprendió sus errores con Cataluña aquel día de finales de septiembre de 2012 en el que Artur Mas visitó a Rajoy con su peticionario de presidente autonómico en crisis económica. Lo sencillo que hubiera sido para el entonces presidente español ponerse al frente del asunto, ganar tiempo y mantener al atrapado presidente catalán en el burladero durante el mayor periodo posible. No se olviden que a Mas le acababan de impedir la entrada en el Parlamento de Cataluña los mismos fundamentalistas que se quejaban de su campeonato de recortes económicos. Y tampoco conviene descuidar otro hecho: acabó en sus radicales brazos para prescindir del PP.

Rajoy y el nacionalismo catalán se retroalimentaban con una velocidad e intensidad digna de tecnologías cósmicas. Sólo así se puede entender que ese mismo fenómeno no cuajara con el resto de presidentes españoles de la democracia, incluido aquel José María Aznar que se arrulló en los apoyos de Jordi Pujol para gobernar el país.

Pedro Sánchez, sin embargo, accede al cargo con un discurso y un equipo que hace muy difícil a sus oponentes nacionalistas mantener vivas determinadas tesis. Si tiene la prevención de que el independentismo jamás le será leal institucionalmente, puede equivocarse menos en la gestión del contencioso nacionalista que su antecesor. La firmeza ya la demostró cuando apoyó, sin fisuras, la aplicación del 155. Quizá deba escuchar a algunos de sus mayores en el partido, que como Felipe González se quejan de que esa decisión debería haber llegado incluso antes, en el primer conato de rebelión, cuando Mas escribe a las cancillerías europeas anunciando la celebración del butifarréndum del 9N.

Peor lo tiene ahora Ciudadanos en la búsqueda de su espacio político. Junto con Podemos son los grandes perdedores de la moción que provocó mudanzas en Moncloa. Los naranjas no quisieron ponerse al frente de la oposición catalana después de las elecciones a la espera de que los acontecimientos españoles pudieran generar un entorno más positivo para sus intereses. Habida cuenta de su fracaso en la gestión de la moción de censura que ha resultado en la coz al PP, hoy ni tienen lo uno ni lo otro. Haría bien Rivera y su equipo en evaluar qué estrategias han mantenido hasta llegar aquí y cuánto toca rectificar para capitalizar las posibilidades futuras de victoria que las encuestas apuntaban de manera unánime. Y Cataluña es una de las primeras reflexiones que deberían acometer. Su papel de oposición no puede circunscribirse a los elementos identitarios que el nacionalismo maneja con diligencia y experiencia. Deben ser, como primera fuerza parlamentaria, críticos e inflexibles con la obra de gobierno de Quim Torra. Necesitan recuperar un cierto papel de solucionadores de problemas que les ha sido arrebatado por la moción de censura. Seguro que Miquel Iceta intentará arañarles ese espacio --el nuevo ministro sin cartera se arroga para el PSC un papel de “facilitadores”--, con su arte y capacidad para esas lides.

A Ciudadanos tampoco se les puede olvidar la plaza de Barcelona. Con todas las dudas sobre las elecciones municipales del próximo año, el escaso arraigo electoral que parece tener a priori la opción de Manuel Valls como cabeza de cartel, deberían rescatar de debajo de la mesa la opción de Inés Arrimadas para encabezar la candidatura. Sería la mejor fórmula para intentar el asalto político a una alcaldía de primer nivel, la de la segunda ciudad española, algo que los seguidores de Pablo Iglesias ya han conseguido con anticipación y a pesar de su bisoñez gestora.

Para muchos, nada ha cambiado (y así parece al escuchar con atención las últimas palabras de los líderes independentistas sobre el futuro), pero siendo justos en la interpretación del tiempo político que se abre también será difícil que todo vuelva a ser igual. El constitucionalismo debería aprender de sus oponentes sobre la capacidad de regeneración, mutación y permanente adaptación al terreno. La nueva etapa lo requiere, impide seguir las trazas viciadas que Rajoy y el PP dejaron. La política del siglo XXI será seguro innovación y creatividad. El nuevo tiempo facilitará situaciones que, con atino e inteligencia, podrían llevar a un mínimo apaciguamiento de la situación de tensión actual y a una apuesta generacional por la concordia y la desinflamación. Es lo que ayer el filósofo Jordi Amat bautizaba como Conversaciones después de la tormenta en un artículo en La Vanguardia.

Desaparecido temporalmente ese PP quietista, el que se fuma un puro después de la manifestación de los rebeldes independentistas, quizá se abra una ventana de oportunidad colectiva. Y si no se abriera, hay que pintarla en el horizonte y luchar por su apertura. Es lo que intentaba decir, con escaso sentido de la oportunidad, la última opinión del Círculo de Economía. Y eso le interesa a Cataluña por afrontar de una vez su conflicto interno tanto como a España. O al revés, como ustedes prefieran.