Si los impulsores de la independencia de Cataluña buscan mantener vivo el enfrentamiento con la Administración central, hay que felicitarles porque lo han conseguido. Pero a continuación hay que preguntarse a dónde les lleva.

Quizá a exponer al Gobierno a la vergüenza que supone el uso de los mecanismos de represión del Estado. De acuerdo, también lo han logrado. Incluso han convencido a algunos de que el llamado régimen del 78 es una dictadura. Bien. Pero, ¿y eso a dónde conduce? A un callejón sin salida.

El desafío soberanista ha conseguido paralizar Cataluña desde el punto de vista institucional mientras lesiona seriamente su economía. Y, de momento, también ha logrado imponer la agenda política en el resto de España, pero no parece que vaya a ir a más por una razón básica: es muy improbable que consiga dividir a la sociedad española como han hecho con la catalana.

Desde Cataluña solo se puede sentir envidia cuando el Congreso de los Diputados debate sobre las pensiones o sobre la prisión permanente revisable, dos cuestiones que aún y estando rodeadas de tanta demagogia son importantes e interesan a la gente. ¿De qué se discute en el Parlament? Hace dos años que está colapsado, que solo se ocupa de pequeños movimientos tácticos alrededor de símbolos y de astucias.

Parlamentarios que desde la tribuna hablan de república y Estado opresor, mientras su candidato se muestra autonomista y conciliador

Ayer asistimos a un debate en la cámara autonómica donde se reprodujo la historia cansina de siempre. Parlamentarios que hablan de cosas que no existen --de una realidad paralela, como dice Pere Gimferrer-- mientras se presentan como víctimas de un Estado opresor. Desde la tribuna hablaron de la república y acusaron a los jueces de estar al servicio del Gobierno del PP, pero su candidato a la presidencia de la Generalitat hizo una proclama de moderación y autonomismo dirigida al magistrado que ha de verle hoy en el Tribunal Supremo. ¡Incluso utilizó el castellano en sede parlamentaria! Lo que en el pujolismo era jugar con las versiones, la famosa ambigüedad, sus hijos políticos lo han llevado al extremo: dos realidades, la suya y la de los demás.

El resultado es que han pasado tres meses desde las elecciones autonómicas y la situación sigue empantanada por la voluntad de las fuerzas independentistas. Con la misma facilidad con que ayer se adaptó el calendario de sesiones parlamentarias a las citaciones judiciales y con la misma decisión que tres diputadas renunciaron al acta para preservar la mayoría nacionalista, podrían elegir a un candidato que no tuviera cuentas pendientes con la justicia. Y ya estaríamos en otra fase.