Con el sí de la CUP a los presupuestos de Cataluña elaborados por el gobierno de Junts pel Sí comienza el verdadero curso político español de 2017. Todo estaba expectante para ver si los militantes de la formación radical anteponían su apoyo al referéndum por la independencia o bien un modelo político catalán más social. Con la decisión tomada las dudas quedan atrás: el sentimiento se ha impuesto a la razón incluso en las filas de los anarcos y anticapitalistas.

Ahora, el Ejecutivo que preside Carles Puigdemont se verá obligado a avanzar en su compromiso de convocatoria de una consulta sobre la independencia catalana. Tiene la pelota en su tejado. Lo curioso del caso es que antes de saber cuál será el resultado, sus arquitectos han diseñado el escenario del triunfo a partir de las llamadas leyes de transitoriedad hacia la República catalana. Nada se sabe, o casi nada, sobre la eventualidad de que en el improbable supuesto de que llegara a celebrarse un referéndum tal y como lo quieren sus promotores el resultado les resultara desfavorable. Sólo consideran la victoria.

En Cataluña se juega al sí o sí. Es decir, el referéndum sólo es un paso más de sus promotores para la consecución de un Estado propio. Se persigue más poder político, que es la motivación real de la charlotada que vivimos. Las confesiones del juez Santi Vidal, que se convirtió en un charlatán de feria al que paseaba el soberanismo por los pueblos y ciudades del territorio, son apenas una alerta sobre cómo se trabaja desde la sombra y la mayor discreción posible. La hacienda catalana, el sucedáneo de Seguridad Social, las nuevas leyes civiles, las de seguridad, exteriores, aduanas y justicia, por ejemplo, van en el sentido anticipado por Vidal. Se trabaja para dar cumplimiento a los compromisos electorales con una minoría de catalanes. Bien es cierto que el término cumplimiento no deja de ser la suma de dos conceptos que vienen al pelo en esta ocasión: cumplo y miento.

Vamos a tener unos meses agitados. Desde el poder catalán, que no cuenta con una mayoría democrática suficiente en lo político, se instiga en un determinado sentido, próximo a una suerte de golpismo de baja intensidad. En el otro lado, en el poder político español, se mantiene, como hasta ahora, el uso de buenas palabras y ofertas de diálogo tan inconcretas como inservibles. Lo más probable es que en cualquier momento algún paso en falso del Gobierno de la Generalitat --pueden servir algunos de los anunciados por el juez locuaz-- den la coartada al Estado central para intervenir la autonomía y se convoquen unas nuevas elecciones autonómicas. Y llegará la tormenta que algunos desean.

Lo más probable es que en cualquier momento algún paso en falso del Gobierno de la Generalitat den la coartada al Estado central para intervenir la autonomía y se convoquen unas nuevas elecciones autonómicas. Y llegará la tormenta que algunos desean

Entretanto, viviremos el martirio de los políticos que serán juzgados por su participación en el 9N y otras muchas escaramuzas que tienen por objeto mantener alto el pabellón de un independentismo que creció mucho como reacción a la crisis económica y política del país, pero que pierde fuelle a medida que deja de ser una crítica al estado de cosas y los menos convencidos resitúan sus opiniones y se acercan algo más a una reflexión serena y menos emotiva que el cabreo generalizado que invadió España hace unos años.

Puigdemont pinchó ante las cámaras de TV3 porque se lo sabe todo del procés, pero casi nada sobre la Cataluña real, la de los ambulatorios, guarderías, colegios, hospitales, ayuntamientos, servicios sociales, carreteras, trenes, etcétera. Los políticos de la independencia se han acostumbrado a vivir en la fractura social y a culpar a Madrid o al déficit fiscal de los fallos propios en la gobernación. Tanto lo han interiorizado que usan ese mensaje incluso cuando todo depende de ellos, económica y políticamente.

Cataluña como concepto, esa teoría de pueblo catalán escogido, que esgrimió Artur Mas, se impone al análisis racional de la situación y de poco, o nada, sirve la búsqueda de interpretaciones racionales, capaces de un mínimo de autocrítica sobre su propia gestión y su incapacidad manifiesta para pilotar políticas tan serias como las sanitarias. Hay una enfermedad que contagia desde hace años al común de los mortales, no tanto por contacto físico sino por la inoculación de los virus que flotan en el ambiente mediático, la Catalopatía.

Se trata de una suerte de afección en la que el principal síntoma es que el corazón y el cerebro funcionan en lo ideológico como un todo. Tanto importa que se tengan tesis conservadoras o progresistas, pues existe una deidad superior. Los contagiados sólo tienen un sujeto en sus razonamientos, Cataluña, sean cualesquiera que sean los verbos que lo acompañan y los sintagmas que lo complementen. Se desconoce qué efectos secundarios tiene la citada afección, pero por desgracia lo sabremos en breve. Y, lo peor, sus consecuencias son, a día de hoy, del todo imprevisibles. Más allá, eso sí, de acabar con la paciencia y cansar a cualquier ciudadano no infectado aún.