La ratificación del Tribunal Supremo de que el castellano también debe estar presente en las aulas de Cataluña ha dado gasolina otra vez a las tesis más irredentas del independentismo catalán. De aquellos que consideran que España es un “enemigo” y que, como tal, no se le debe dar ni agua. Los que usan la lengua como arma política arrojadiza en lugar de dejarla al margen del politiqueo y reivindicarla y preservarla como elemento básico de cultura.

Lo más curioso es que el receptor de sus críticas es ERC, el partido que ha dado los primeros pasos para romper con la imagen de la unidad granítica del secesionismo incluso en el Parlament, pero que se sumerge en sus complejos más profundos en debates de este perfil. Sus dirigentes explican que están hasta las narices de que los nuevos guardianes de las esencias independentistas pongan en duda su defensa del estado propio catalán, cuando han sido los únicos que lo han reivindicado desde el principio de los tiempos. Aun así, tropiezan siempre con la misma piedra, la de entrar de lleno en el debate. Y lo hacen enarbolando la bandera estrellada más grande que encuentran en casa para demostrar algo que, en su caso, sí llevan en el ADN fundacional.

Cabe recordar que el primer partido en poner en duda la efectividad de la inmersión tal y como la conocemos fue, precisamente, ERC. El exconsejero Josep Bargalló puso sobre la mesa en la pasada legislatura una iniciativa para conseguir que el alumnado de Cataluña tuviera las máximas competencias en ambas lenguas al final de su formación obligatoria, lo que de verdad nos tendría que preocupar. Eso pasaba por reforzar el catalán en comunidades con mayoría de alumnos con el castellano como lengua materna y viceversa. Es decir, flexibilizar el modelo actual, algo revolucionario en la educación. Abría la puerta a muchas otras mejoras en las aulas basadas en adaptar las directrices de la Administración a los requisitos de cada comunidad educativa en concreto.

Todo ello, en una escuela en la que faltan recursos. Especialmente, educativos. Se usa como arma política el idioma del profesorado o el que usan los alumnos en el patio. Eso es lo importante. No la falta de docentes, especialmente para los pequeños con necesidades especiales; no si se deben bajar las ratios de las aulas; no si se deben buscar los recursos necesarios para que los ordenadores lleguen a todos los alumnos. Lo importante es hacer un aspaviento sobre la fiscalización de la lengua.

Y la respuesta que se da a la comunidad educativa no es que se blindarán las decisiones que tomen para asegurar que los alumnos de cada centro reciben la formación más adecuada a sus necesidades para evitar que las oportunidades que brinda la formación como ascensor social gripen.

El sucesor de Bargalló, Josep González Cambray, ha propuesto la desobediencia al Tribunal Supremo como única alternativa. Cuestión que ha sido criticada incluso por la también exconsejera Irene Rigau, una de las encausadas por la organización de la consulta del 9N, por si alguien duda de su pureza independentista. La responsable de Educación con Artur Mas, y ejecutora de algunos de los grandes recortes que aún no se han revertido, ha dado un baño de realidad al señalar el error mayúsculo que supondría pasar la patata caliente a la comunidad educativa. O, lo que es lo mismo, desatar la inseguridad jurídica en los colegios e institutos.

Cataluña ha llegado al momento en que debe hacer frente a una nueva ley educativa. Bargalló ya se olía la tostada y dio los primeros pasos en este sentido. Le cortaron las alas, tanto desde JxCat como desde ERC. El Tribunal Supremo deja pocas alternativas al Govern, cuyo desafío será superar todos sus complejos para buscar la máxima unidad posible para esta norma capital. Y eso pasa, de forma inevitable, por sumar el PSC, no solo a los comunes.

El reto es mayúsculo e implica aparcar el politiqueo del debate lingüístico para devolver el valor cultural que tiene el catalán, su única vía para persistir en el tiempo. Solo queda saber si las diferentes familias tanto de ERC como de JxCat serán suficientemente valientes para buscar alianzas y construir consensos más allá de las trincheras ideológicas. Los presupuestos han dado el primer paso en este sentido. Pero nada indica que nadie esté dispuesto a ir más allá. Y eso tiene un perdedor claro: la escuela catalana.