Pese a que la historia de los cajeros automáticos apenas tiene 50 años, hace tiempo que se han integrado en el decorado de nuestras calles convirtiéndose en un instrumento indispensable para la mayoría de la gente.

Los bancos impulsaron su implantación para reducir plantilla, de manera que obligaban, y obligan, a los clientes a entenderse con las máquinas en lugar de pasar por ventanilla; y a menudo lo hacen a través de las comisiones: 0€ si la gestión la hace el cuentacorrentista y 3€ si le ayuda un empleado.

A partir de 2015, la banca española, que llegó a liderar el ranking europeo de cajeros, incluso el mundial por detrás de Japón, una vez digerida y aprendida la lección de la crisis financiera de 2008, dio un giro a su política de automatización. Fin del uso gratuito de las máquinas a partir de la iniciativa de La Caixa de aplicar una tasa para los no clientes de 2€ por operación, lo que obligó al Gobierno a legislar y establecer el cobro obligatorio. Luego empezó el cierre de oficinas y la consecuente eliminación de cajeros.

La ciudad de Barcelona ha visto desaparecer el 40% de los expendedores, un porcentaje paralelo al de sucursales. El banco (o caja) más agresivo en la apertura de oficinas, que marcó el ritmo de crecimiento en todo el sector de los años 80 y 90, es el mismo que ahora lidera la reducción de su red. Y por su enorme implantación la desaparición de oficinas de Caixabank es la que más notan los consumidores.

El ahorro de costes de esta política tiende a ser compensado con las facilidades electrónicas para hacer los pagos –móvil, tarjeta, plataformas como Bizum-- y la comodidad de operar en línea desde el domicilio, ya sean transferencias, recibos o contratos. Sin embargo, hay una parte de la población que no puede seguir el ritmo. Cerrar una sucursal a un lado de la Meridiana (Trinitat Vella) y remitir a los clientes a la más próxima (Trinitat Nova) que obliga a cruzar esa autopista urbana es tan disparatado como forzar a los de la Teixonera (cota 200) a cruzar la Ronda de Dalt (175) y encaramarse hasta lo alto de la calle Judea (otra vez 200).

Las entidades con más implantación –Caixabank, de lejos; seguida por el BBVA y el Sabadell-- son protagonistas en los últimos años de cierres y traslados polémicos que revelan la fidelización de su clientela; que, por otra parte, no tiene alternativa. O sea, que hay poca competencia debido al alto grado de concentración bancaria: de los 55 grupos de 2009 se ha pasado a 10. Por encima de la que se ha producido en Francia, Alemania o Italia.

En este escenario aparece el teniente de alcalde de Barcelona Jaume Collboni para anunciar a bombo y platillo que el ayuntamiento hace una prueba piloto de cuatro dispositivos del Banco Santander en otros tantos mercados de la ciudad; que ha sido el único de los grandes que no ha querido cobrar una comisión al consistorio por participar en el experimento: no se atreve a dar el nombre de los que han puesto precio a su colaboración.

Es un gesto por parte del Santander, que sin duda lo verá como una posibilidad para ampliar su base de particulares en Barcelona, donde el grueso de su negocio siempre han sido las empresas. Pero quien tendría que estar ahí, facilitando la vida a sus fieles, son Caixabank, BBVA y Sabadell. Está bien que jibaricen la red para reducir costes, pero quizá deberían hacer un esfuerzo de empatía e instalar cajeros en zonas donde no hay paradas de metro ni quioscos o mercados, pero sí estancos, supermercados, estafetas de correos, farmacias o panaderías.