Ya es oficial. Caixabank se convertirá en el primer banco de España en algún momento del primer trimestre del año próximo. Será entonces cuando la fusión con Bankia reciba el visto bueno de todos los reguladores, aunque las cartas están sobre la mesa y las sillas repartidas (con salidas remarcables, como la de Jordi Gual). Pocas sorpresas se esperan ya en los meses que quedan para formalizar la integración. Incluso hay una primera cifra de despidos estimada, unas 8.000 personas, que desde los grupos financieros ni confirman ni desmienten. Es decir, por ahí irá la cosa.

Fue el consejero delegado, Gonzalo Gortázar, el que manifestó este viernes ante los analistas ávidos de detalles que en “tiempos difíciles” como los que vive el sector financiero (y no sólo por el Covid) es “muy importante” elegir “a la pareja correcta” para “casarse”. Después hizo la pelota a Bankia asegurando que era el mejor compañero que podía encontrar. Más allá de eso, adelantarse en el nuevo proceso de consolidación financiera ha sido clave y se prevé que dé tranquilidad a los grupos en el medio plazo.

Escoger nunca es sencillo. La boda esperada era la de Bankia con Banco Sabadell, que busca ahora a un nuevo compañero dentro o fuera del país. Que la alianza sea duradera y que aguante el chaparrón que viene en 2021 y que se prolongará en los años venideros es básico en la ecuación.

La banca ha aprendido con sangre lo de que sumar siempre es mejor cuando vienen curvas. El empresariado hace tiempo que ha identificado esta realidad como una de las debilidades del tejido económico, pero tiene más asimilada la teoría que la práctica. Comprensible cuando se trata de unir compañías la mayoría de las cuales son familiares y ya están inmersas en sus propias batallas --léase, cómo encajan en ellas las nuevas generaciones--. Con todo, la crisis del coronavirus será otro reto para su supervivencia y se deberán guardar personalismos en el cajón si se quieren seguir a flote.

El drama patrio es cuando estas alianzas se dan en el terreno político. Resultan más necesarias que nunca porque las sociedades (españolas y europeas) han superado los bipartidismos o tripartitos fuertes que se alternan en el poder. Quizá el juego democrático es mejor sobre el papel, pero cuando se baja al día a día nos topamos con auténticos desastres.

De gestión, principalmente, como lo que se vive estos días en la Comunidad de Madrid. El Gobierno de Isabel Díaz Ayuso hace aguas, PP y Ciudadanos están más alejados que nunca y el Gobierno deja que se queme su principal adversario político. Quizá demasiado. La solución no debería esperar por el mal llamado bien común.

En Cataluña tampoco podemos chulear precisamente de uniones fuertes. Si bien es cierto que los neoconvergentes (bajo las siglas que sean) y ERC van de la mano desde hace años en la Generalitat, han destinado más tiempo a tirarse los platos por la cabeza de forma cada vez más pública que a ejecutar planes a largo plazo. Con todas las consecuencias que eso conlleva.

Mientras las clases económicas del país buscan y analizan todas las alternativas casamenteras posibles, due dilligence incluidas, nuestros políticos juegan en un escenario algo peor. Por mucho que lo intenten, el enrocamiento de posiciones que ha traído la nueva política en España dificulta que se den otras opciones de parejas de baile. Tiempos difíciles.