No hace falta ser monárquico ni republicano para analizar el gesto de Felipe VI con la presidenta del Parlamento catalán, Carme Forcadell.

El jefe del Estado tiene un papel político irrelevante de acuerdo con la Constitución española. Más allá de un ambiguo arbitrio que se le atribuye, el monarca está relegado en realidad a la representación institucional del país de forma delegada por el poder ejecutivo y a la sanción de la leyes que genera el poder legislativo. 

Forcadell, la presidenta independentista del Parlament, es una republicana convencida. Así lo ha expresado en multitud de ocasiones como si eso fuera un activo de márketing político más que una convicción política. Ella debía, según el reglamento, hacerle llegar la buena nueva del cambio de presidencia en la Generalitat. Carles Puigdemont sustituye a Artur Mas por decisión de la cámara autonómica más que por un deseo expreso de los votantes. Felipe VI debe tomar conocimiento del cambio y sancionar el nombramiento.

Pero el Rey ha dado un paso al frente gestual. No ha querido recibir en palacio a quien no cree en la institución que representa. Bien pensado es una pérdida de tiempo, y si el nacionalismo ha entrado en la guerra de los signos y los símbolos no puede ser que la jueguen solos. Imaginemos que alguien en Cataluña, crítico con las tesis de la presidenta del Parlamento, que la menosprecie de forma pública de manera constante, desee ser recibido por Forcadell. Estará en su perfecto derecho de limitar ese encuentro en defensa de la institución a la que representa. 

Eso es justamente lo que ha hecho el monarca. No hace falta que me visite para hacerse las fotos que el nacionalismo espera recibir como doctrina y alimento del espíritu. Con que comunique por escrito lo que quiera decirme tengo suficiente y es válido para proseguir con el juego institucional que practicamos. Hay precedentes y, por tanto, tema resuelto. 

Felipe VI ya recibió un cierto menosprecio de Artur Mas en una inauguración en Fira de Barcelona. Al entonces presidente (hoy buscador de oficinas por Barcelona para su nueva sede de ex presidente junto a un agente inmobiliario de la CUP) le faltó altura y dignidad institucional para reparar aquella afrenta. Igual que cuando se silbó el himno en el Camp Nou. Su sonrisa cómplice no contribuyó a que el respeto institucional sea recíproco e incuestionable.  

Si el nacionalismo o los republicanos juegan a la simbología gestual, incluso desde las instituciones del Estado que ocupan, ¿por qué extraña razón la jefatura del Estado no puede proceder de manera correspondiente? Faltaría más.

Decir eso no es defender la monarquía, las cacerías de Botsuana ni los abusos que se juzgan en Palma de Mallorca y en los que están implicados miembros de la familial real. Es hacer lo que los americanos, franceses o británicos, o cualquier democracia consolidada de nuestro entorno, harían: defender sus instituciones y su dignidad pública. Respetar a los demás como aspiramos a que se nos respete, dentro y fuera del juego político.