Los ciudadanos con derecho a voto de la Ciudad Condal sólo tienen una semana para aclararse. Las encuestas han sido categóricas: Ernest Maragall es el preferido de los electores, seguido de Ada Colau. Es difícil reconocer esta Barcelona que oscila sus preferencias para ser gobernada entre lo más cutre del populismo progre y el independentismo de toda la vida trasmutado en moderación discutible.

Si se intentan buscar razones objetivas existen algunas aproximaciones: el envejecimiento que muestra la pirámide de edad de la ciudad, el aburguesamiento progresivo de los residentes en la capital y la dependencia del crecimiento demográfico de la llegada de ciudadanos extranjeros. El 17,8% de los 1,62 millones de personas que están censadas en Barcelona son de nacionalidad distinta de la española. Ese nuevo magma que ha supuesto la progresiva expulsión de las clases obreras hacia la conurbación metropolitana en busca de vivienda y empleo más asequibles y accesibles es el mayor responsable de las nuevas preferencias sociológicas de quienes sí permanecen en la capital catalana tras la última crisis económica.

Que Maragall y Colau sean quienes parten, en ese orden, como favoritos para ocupar la alcaldía de la segunda ciudad española es sintomático del desorden ideológico y la falta de referencias que afrontamos al final de la segunda década del siglo XXI. Nacionalismo y populismos han sido desde hace siglos enemigos de la Europa moderna que construyó en el siglo XX un estado del bienestar como rasgo distintivo, como verdadera identidad, de una civilización desarrollada y respetuosa con valores inspirados en la revolución francesa y que han sido evolucionados por sistemas democráticos envidiables en el resto del mundo.

Que las opciones políticas más moderadas y centradas se sustituyan en preferencia por los extremismos travestidos es una muy mala noticia para Barcelona. La conversión del electorado al independentismo solo se equilibra en Cataluña por la existencia de una ingente clase obrera asentada en la Gran Barcelona. Sin su existencia, el neocarlismo rural, la Tractoria radicalizada, serían dueños y señores de la región. A esa mutación de adhesiones no es ajeno tampoco el grado de atomización del voto y la fragmentación en partidos que andan buscando su espacio en el eje de izquierda y derecha mientras tampoco se aclaran con el vector nacionalista-constitucionalista.

Que otro Maragall pueda ser alcalde de Barcelona es consecuencia de todo lo anterior y tampoco debería llevar a engaño. Nada tendrá que ver ni con el legado de su hermano Pasqual, ni de su mayor obra, el espíritu que concitó durante varios mandatos: la milimétrica unión de los barceloneses en un proyecto que nadie se atrevía a cuestionar, la propia ciudad. Era una urbe que se ponía guapa, que lograba movilizar un voluntariado olímpico que fue envidia del mundo, que se hizo distinguible por un urbanismo propio y singular, era una capital cultural desinhibida y floreciente, con una economía próspera y unas finanzas positivas. Y todo ello lo puso en marcha con el apoyo de los herederos del PSUC, con un sesgo de centro izquierda que sumaba más que excluía. Nada que ver con lo que sucede hoy con el sucedáneo que capitanea Colau.

Salvo que la demoscopia se equivoque, lo peor de la demagogia y el independentismo se colarán el domingo en el poder municipal. El asunto no es baladí, porque genera una nueva etapa para Barcelona y, por ende, para Cataluña. ERC persigue la moderación formal que antaño ejerció Jordi Pujol para ampliar las bases sociales del nacionalismo, pero sigue con el mínimo nivel de fiabilidad histórica que se le conoce. Allí es donde siempre ha ocultado su subyacente totalitario y excluyente. El veto a Miquel Iceta para presidir el Senado ha sido una rabieta insensata más. Tan desafortunada, por otra parte, que ni siquiera ha conseguido poner en solfa la estrategia de Pedro Sánchez e Iván Redondo de colocar a catalanes al frente de las principales instituciones españolas como mensaje de concordia y vocación de diálogo con la ciudadanía catalana radicalizada. ¿No querías Iceta? ¡Pues toma Meritxell Batet y Manuel Cruz! Doble o nada, que dirían en la Moncloa. Con su chiquillada opositora, los republicanos han quedado definidos ante la opinión pública española como unos intransigentes a los que el PSOE no puede darles acomodo gubernamental. Por tanto, les escucharemos bramar radicalidad durante toda la legislatura, lo de la moderación ni está ni se sabe si llegará jamás.

Existe quien se consuela al pensar que el mero desalojo de Colau del consistorio es una buena noticia en el peor de los casos. Primero hay que ver si llega a producirse o, por el contrario, alguna extraña geometría de pactos le facilita perpetuarse con la vara de mando tal y como pretende. Luego debe evaluarse lo que podría mejorar un gobierno local liderado por ERC y al que se sumará el frikismo político del partido de Carles Puigdemont y quién sabe si el independentismo químicamente puro de Jordi Graupera.

Que las opciones de corte constitucionalista que concurren a las elecciones partan con pocas opciones de éxito final es una pésima noticia. Esos mismos partidos que consiguieron vencer en votos en la ciudad en las autonómicas de diciembre de 2017 no revalidarán los resultados a decir de los sondeos. ¿Qué ha cambiado en ese tiempo? Una cierta desmovilización en ese espectro político al considerar que esta vez el nacionalismo no se ha salido con la suya y, por tanto, el riesgo está conjurado y sus promotores prófugos o encarcelados por sus presuntos delitos. Pero esa incierta visión no tiene en cuenta lo que acaba de suceder en otros ámbitos, como la Cámara de Comercio de Barcelona, institución que ha sido tomada por el activismo secesionista desacomplejado ante la pasividad cómplice del mundo empresarial. No considera, tampoco, que ERC está por una tregua temporal, pero no desiste de la mayor de sus reivindicaciones: la república, el estado propio catalán.

Con el caso de Manuel Valls se da, también, una cierta inclinación xenófoba que la Barcelona integradora y receptora de movimientos migratorios de todo tipo jamás había manifestado de manera tan evidente. Con el ex primer ministro francés emerge la paradoja de que el rechazo que recibe su opción para la ciudad (quizás la más próxima ideológicamente al maragallismo de los 80 y los 90) guarda una cierta relación con la etiqueta de forastero que todos sus opositores le colocaron desde que se conocieron sus intenciones políticas sobre la ciudad que le vio nacer.

El socialismo de Barcelona y de Madrid tiene puestas las esperanzas en que la lista de Jaume Collboni se beneficie al final del tirón de Sánchez en las generales. Las encuestas le dan una mejoría, pero ninguna detecta que pueda ser una opción vencedora y, en el mejor de los casos, Collboni y su partido parecen aspirantes a participar de una gobernación a dos o a tres que también pone los pelos de punta. Quizá su presencia podrá ser una garantía de razonabilidad ideológica, pero todo dependerá de cuánto aporte el PSC de Barcelona a cualquier pacto en el que participe.

El tiempo para modificar posiciones es ya muy breve. Hemos cruzado el ecuador de la campaña electoral para las elecciones locales y europeas del próximo domingo. Diríamos que la suerte está echada. Decía Mao Zedong que la acción no debe ser una reacción, sino una creación. Quizá llegamos tarde para crear nada, pero los barceloneses aún están en condiciones de reaccionar con una alta participación ante los comicios del domingo. Sólo es necesario convenir lo mucho que nos jugamos como ciudad en el envite. Y eso es lo que a muchos les pasa desapercibido hasta que el lobo se presenta por la puerta, por más avisos previos que reciban.