Con la hora de la verdad, Cataluña se enfrenta a un baño de realidad. Durante meses, la entelequia del proceso independentista ha podido mantenerse como un relato pseudopolítico que permitió engendrar una coalición electoral, una propuesta plebiscitaria posterior y el mantenimiento en el poder de la administración autonómica de una determinada casta nacionalista que intentaba atrincherarse allí a toda costa, incluso a pesar de perder su apuesta.

Cuando se creó la coalición Junts pel Sí y se confeccionó el programa electoral todo fueron parabienes del nacionalismo viejo y del de nuevo cuño. A la antigua Convergència Democràtica de Catalunya (CDC) le interesaba sobremanera el invento porque era la única garantía de perpetuidad en el poder ante el aluvión de corrupción que no podía maquillar. A la renovada ERC de Oriol Junqueras le venía de perlas introducirse en el poder político y entrenar su asalto definitivo. Junqueras es un sucesor del pujolismo, igual de católico, aparentemente igual de moderado y, a la postre, tan ambicioso como su antecesor nacionalista. Independientes como Lluís Llach y otros que le dieron soporte llegaron al proyecto ensimismados en su sentimentalismo identitario y, en muchos casos, en la recta finalísima de sus respectivas carreras profesionales.

El invento, sin embargo, ha naufragado. Les unía como pegamento barato la búsqueda de la independencia y en las elecciones fracasaron en su órdago plebiscitario. El resultado no les hizo aflojar ni reconocer que no se producían las condiciones para triunfar en su propuesta. Se dieron 18 meses para hacer de Cataluña un Estado independiente. El tiempo pasa inexorable para sus intereses sin que hayan obtenido más que una suma concatenada de ridículos internos y externos. Ahora, en su improvisada rectificación del referéndum, vuelven a aflorar las disensiones. Y se aprecia con nitidez que la valentía política ni figuraba en los programas ni tampoco en el ADN de ninguno de sus protagonistas.

Hay matrimonios que duran menos que los noviazgos, como es el caso de la guerrilla que se ha desatado en el seno de la coalición independentista Junts pel Sí

Decía ayer un tertuliano nacionalista en una radio que el miedo es un sentimiento noble. Por coherencia, más noble y loable sería el arrojo político y la ejecución del compromiso electoral contraído. Ante las adversidades que el referéndum les supone, los integrantes de Junts pel Sí han comenzado a tirarse los platos a la cabeza. Tiene mucho que ver en esta soterrada y permanente batalla el hecho de que carezcan de sin un liderazgo claro y que lo más próximo a esa figura sea el dirigente republicano, que no deja de ser el segundo en la Generalitat.

Mientras los zurriagazos van y vuelven en el seno de Junts pel Sí, los preparativos electorales se aceleran. Cada uno de los integrantes de la formación electoral hace la guerra por su cuenta. A Junqueras se le reprocha desde la antigua CDC que tenga el cometido de organizar la votación independentista y que, en cambio, juegue a flotar en la ciénaga política para evitarse las consecuencias legales. Los republicanos, por su parte, intoxican a los medios de comunicación tanto como pueden con la tibieza de los consejeros convergentes a la hora de tomar decisiones, compra de urnas incluida.

Hay matrimonios que duran menos que los noviazgos. Esta metáfora sirve, sin duda, para describir el estado de guerrilla que se ha instalado en el seno de la coalición que nos gobierna. No tendría mayor problema el asunto, que se comprende por las luchas permanentes que el ejercicio del poder siempre destila, de no ser por las derivadas que esa actuación tiene para la ciudadanía: la Generalitat no tiene gobierno real desde hace tiempo para los problemas reales de los catalanes. A lo sumo, en el mejor de los casos, administra la cosa pública con más inercia y desatino que fortuna.

A la vista de los acontecimientos últimos, Junts pel Sí podría cambiar su denominación y presentar como Pel sí. O, siendo mucho más certeros, Barallats pel Sí, que es como caminan en realidad desde hace ya algunas semanas.