España estrena el primer Gobierno de coalición de su historia reciente, un hito en lo que se refiere a cultura democrática, pero que no acabará con la inestabilidad política que vive el país desde hace cuatro años y que se acentuó tras la caída de Mariano Rajoy en junio de 2018; hace solo 18 meses, aunque parezca que ha pasado un siglo.

Y no va a acabar con ella porque de la misma manera que el fin del bipartidismo ha llegado para quedarse, lo mismo parece ocurrir con la fragilidad de las instituciones de Gobierno. Es muy probable que Felipe VI haya llegado a esa misma conclusión. “Así pues, corresponde al Congreso, de acuerdo con nuestra Constitución, tomar la decisión que considere más conveniente para el interés general de todos los españoles”, recordaba en su reciente discurso de Navidad tan oportunamente traído a colación por Aitor Esteban en la sesión de las Cortes de este martes. Es lo que hay, venía a decir el monarca.

El portavoz del PNV, que se ha revelado como un gran parlamentario, solo ha apelado al sentido común para desnudar la argumentación de las derechas. Quizá no su fondo, pero sí su tremendismo y su manipulación de la figura del jefe del Estado, que en el mismo discurso navideño hizo suya la definición del conflicto catalán incluida en el pacto PSOE-ERC, cuando en el repaso de los problemas "de la Nación" (así, con mayúscula) incluyó a "Cataluña", no a los separatistas ni a los golpistas catalanes.

El Rey ha hecho un ejercicio de realismo que para sí quisieran muchos políticos, empeñados en tropezar una y otra vez en la misma piedra, y en imponer qué es España y qué ser español; como hacen los independentistas.

Es posible que parte de lo que vaticinan Pablo Casado, Santiago Abascal e Inés Arrimadas pueda llegar a producirse, pero el histrionismo con que actúan les resta credibilidad. Compiten tanto entre ellos para ser la prima donna de la derecha que levantan un tremendo árbol que amenaza con tapar el bosque en el que estamos entrando.

Junto a Esteban, aunque por causas muy distintas, otra diputada de gran protagonismo en el segundo tramo de la investidura ha sido Montserrat Bassa, que ocupa un escaño porque es hermana de una sindicalista que se metió en política, desobedeció las leyes y ha acabado en prisión. “La gobernabilidad de España me importa un comino”, decía enérgica mientras trataba de emocionar a la Cámara recordando los divertidos almuerzos y los amenos cafés que ahora no puede compartir con Dolors. A veces, los políticos, sobre todo si son noveles, dicen la verdad.

El equilibrio entre el PSOE y UP es tan deseable como difícil. Basta con pensar que el nombre con más cuajo que aporta Podemos al Consejo de Ministros, Manuel Castells, es un sociólogo especializado en entender lo que para la inmensa mayoría de los ciudadanos es ante todo una barbarie, como la quema de contenedores en las calles de Barcelona. Pero el entendimiento con ERC es otra cosa. Su apoyo a Pedro Sánchez solo busca alcanzar la Generalitat, probablemente reproduciendo un esquema similar al de los tripartitos de Pasqual Maragall y José Montilla, una experiencia que no dejó buen recuerdo entre los socios de Esquerra. Al menos, ninguno de ellos se ha manifestado jamás en ese sentido; más bien, al contrario.

Sánchez ha vivido en sus propias carnes cómo se las gastan los republicanos: le retiraron el apoyo de los Presupuestos Generales de 2019 y le forzaron a convocar elecciones porque así les convenía en su pulso con los neoconvergentes. Hace pocos días, Carles Puigdemont recordaba el ocurrente tuit de Gabriel Rufián sobre las 155 monedas de plata con el que justificó el repentino cambio de opinión de ERC en torno al adelanto electoral en Cataluña de 2017. No es una cuestión particular con los socialistas o con ICV, tampoco con JxCat (Junts pel Sí en aquel momento). Es su naturaleza.