Durante muchos años, fue un lugar común del nacionalismo y de una parte de la izquierda acusar a Rajoy y al PP en general de ser “una fábrica de independentistas” o “una máquina de crear independentistas”.

La línea argumental consistía en atribuir el incremento del número de partidarios de la secesión en Cataluña --e incluso su radicalización-- a la inacción del Gobierno del PP o a su inflexibilidad frente a las demandas de los nacionalistas.

Pues bien, este domingo, en las elecciones autonómicas del 14F, los partidos independentistas (ERC, JxCat y la CUP) han obtenido más escaños que nunca (74) y, por primera vez en la historia, han superado la mitad de los votos (el 51,28%, si se toma como referencia todos los sufragios emitidos, o el 50,52%, si solo se tiene en cuenta los de aquellas formaciones que han conseguido representación en el Parlament).

Y todo esto ha ocurrido tras dos años y medio de Gobierno de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, una etapa durante la que se ha volteado radicalmente la forma de afrontar el desafío del secesionismo catalán.

En este tiempo, el tono del discurso del Ejecutivo con el nacionalismo catalán ha pasado a ser más cordial que nunca; se ha puesto en marcha lo que la Moncloa bautizó como la “agenda del reencuentro con Cataluña”; se ha constituido una “mesa de diálogo” entre gobiernos; se ha apostado por ERC como uno de los socios preferentes en el Congreso para sacar adelante la legislatura, y se ha dado a entender que, más pronto que tarde, llegarían los indultos a los responsables del 1-O (hasta la fiscalía ha esperado a que pasara el 14F para recurrir el tercer grado concedido por la Generalitat a los presos).

¿Y cuál ha sido el resultado de tamañas muestras de flirteo? Pues, lo dicho: a nivel electoral, los independentistas han logrado los mejores resultados de la historia (más que cuando gobernaba el rancio de Rajoy); y a nivel político, ERC --con Otegi como referente-- y JxCat han montado un cordón sanitario en toda regla contra los acaramelados socialistas, ya negocian un nuevo Govern y se han conjurado para seguir adelante con su plan de “amnistía”, “autodeterminación” y “culminación” del procés.

A estas alturas, podemos concluir sin riesgo a equivocarnos que la estrategia de contentamiento con el nacionalismo que ha impulsado y practicado el Gobierno durante este medio lustro ha cosechado un fracaso sin paliativos.

Siguiendo el criterio utilizado por los que atribuían al PP la culpa del crecimiento del secesionismo, ahora deberíamos inferir que la política de apaciguamiento con los separatistas ha sido “una máquina de crear independentistas”.

Esta es, probablemente, la principal lección que el constitucionalismo debería extraer del 14F.

Sin embargo, me temo que no van por ahí los tiros. Especialmente cuando vemos al vicepresidente segundo del Gobierno y líder de Podemos, Pablo Iglesias, presentar a España como un Estado poco democrático y a Puigdemont como un exiliado. ¿Qué será lo siguiente, presionar al PSOE para que acepte negociar algún tipo de consulta o seudorreferéndum para amansar al nacionalismo? Sé fuerte, Pedro.

Por lo menos, el 14F nos deja una buena noticia, como es la oportunidad que se abre para tumbar otro mito independentista.

Al igual que en los últimos años se ha constatado que el 155 se puede aplicar sin problemas; que una DUI no facilita la independencia; que el Estado es capaz defender su integridad con toda la fuerza frente a los violentos (como ocurrió el 1-O), y que una mayoría de escaños independentistas no dan derecho a la secesión, esta legislatura servirá para dejar claro que obtener más del 50% de los votos tampoco servirá para alcanzar la República catalana.

Algo es algo. Aunque, seamos sinceros, me temo que eso no será suficiente para revertir la decadencia de Cataluña.