A finales de junio de 2017, durante una tertulia en TV3, viví una situación que hoy me parece apropiado exponer. Aquella mañana, en el plató de las imponentes instalaciones de Sant Joan Despí coincidimos Joan Baptista Culla, Antonio Baños, Antoni Puigverd y un servidor, moderados por Lídia Heredia. El procés se acercaba a su punto culminante --apenas quedaban tres meses para el referéndum ilegal del 1-O-- y el debate giró en torno a ello, como pasaba con casi todos en aquella época.

Cuando llevábamos casi una hora de coloquio, Puigverd sacó el tema de la lengua, y tuvimos un pequeño rifirrafe en el que también intervino Culla. Yo critiqué la inmersión lingüística escolar obligatoria exclusivamente en catalán y, obviamente, eso no gustó a mis interlocutores.

El toma y daca no tuvo mayor trascendencia ante las cámaras, sin embargo, a los pocos minutos llegó una pausa. Entonces, el poeta cambió su habitual tono elegante, comedido, sosegado y parsimonioso, y se revolvió contra mí de forma furibunda. Me acusó de interrumpirle las argumentaciones, mostró su indignación porque yo reprobara la inmersión y, cuando le repliqué, me soltó que él estaba acostumbrado a debatir con gente de más nivel intelectual que el mío.

Nunca le había visto de aquella forma. Estaba fuera de sus casillas. Su actitud colérica, inflexible y prepotente fue tan inexplicable que incluso Baños --con quien no coincido en casi nada políticamente y con el que he tenido algunos choques dialécticos en ese y en otros medios--, al acabar la tertulia, se acercó a mí para transmitirme su asombro ante el inapropiado proceder del columnista de La Vanguardia. Por supuesto, a partir de la siguiente temporada, TV3 no volvió a contar conmigo para ese espacio, del que era colaborador habitual, salvo --si no recuerdo mal-- en una ocasión puntual meses después.

Hoy, Puigverd es uno de los articulistas, intelectuales y expolíticos en los que los cocineros del PSOE y de ERC confían para allanar mediáticamente el camino del deshielo entre el Gobierno y la Generalitat, tal y como reveló hace unos días María Jesús Cañizares en un magnífico artículo publicado en Crónica Global.

Sin embargo, algunos de estos apaciguadores de hoy son los que más contribuyeron a la consolidación del procés. Son los que se inventaron catalanes enfadados; son los que denunciaron agravios que solo existen en su imaginación; son los que atribuyeron al Tribunal Constitucional ofensas ficticias; son los que durante años inocularon colosales dosis de victimismo en el nacionalismo catalán; son los que justificaron la rebelión indepe (pacifista, dicen, sin que se les caiga la cara de vergüenza) como inevitable respuesta a la actitud “antidemocrática” de "España". Todo ello aderezado con la justa ración de equidistancia que les permitió salir sin un rasguño tras el descalabro de 2017.

Son personajes capaces de exigir al exdelegado del Gobierno Enric Millo que le ceda un riñón “a su enemigo” --el único que le queda, porque el otro se lo dio a su mujer-- pero que te saltan a la yugular cuando reclamas que en las escuelas públicas de Cataluña se impartan dos o tres asignaturas en español.

Disculpen mi escepticismo, pero me temo que encomendar la resolución de lo que los nacionalistas llaman “el conflicto” a quienes más han ayudado a que se enquiste no augura nada bueno.

Y es que algunos terceristas están empeñados en ver moderados donde no los hay.