A estas alturas de ficticia unidad independentista, Pere Aragonès debería revisar su estrategia de alianzas. Gracias al republicano y sus atávicos complejos respecto a CDC, el Parlament es presidido por Laura Borràs, una activista cuyos únicos méritos para medrar en política fue compartir despacho con tres colegas ya amortizados --Quim Torra, Francesc de Dalmases y Josep Costa-- y convertir su causa judicial por supuesto fraccionamiento de contratos en un ataque contra Cataluña. Jordi Pujol dejó bien aleccionados a sus sucesores en eso de tapar la corrupción con soflamas identitarias. Borràs, posiblemente, sea su alumna más aventajada.

A la filóloga le ha tocado lidiar con la inhabilitación de Pau Juvillà, condenado por desobediencia, un caso que rememora al de Torra, su compañero en el war room. También en su proceso judicial se agotaron todos los trámites posibles para evitar la inhabilitación y la retirada de su escaño. Algo que finalmente ocurrió. Como también sucederá con Juvillà. Pero Borràs es tan virtuosa en el agitprop secesionista como torpe en eso de dirigir un Parlament que representa a todos los catalanes. En realidad, ya lo dijo en su discurso de toma de posesión, a ella lo que le hubiera gustado es formar parte del Govern, atar corto a Aragonès y hacerle la vida imposible.

Puede que ahí, el dirigente de ERC fuera hábil y jugara bien sus cartas para evitar que personajes como Borràs, Joan Canadell o Ramon Tremosa formaran parte del Consell Executiu. Se quitó un peso de encima, librándose de Borràs, a la que encasquetó en la Cámara catalana, donde no hace la puñeta a Aragonès, pero sí a 135 diputados que representan a 7,5 millones de catalanes. Incluidos los independentistas, a los que ha embarcado en una huelga sin precedentes que contradice ese derecho a ejercer la funciones de diputado que dice defender en el caso de Juvillà.

Borràs acaba de colocar otro ladrillo en el muro que separa la Cámara catalana de una ciudadanía harta de propaganda y peleas políticas, e hipersensible con esos sueldazos que cobran sus representantes sin ir a trabajar. Obsesionada con las redes sociales, donde proliferan perfiles de fans que alimentan su ego, Borràs quiere ser la sucesora de Carles Puigdemont, al que adelanta por una derecha supremacista y excluyente, mientras agudiza la guerra entre sectores de Junts per Catalunya que lideran Jordi Sànchez, Jordi Turull y Elsa Artadi.

Suspender la actividad parlamentaria, echar a un diputado de Ciudadanos del hemiciclo o proponer que la Consejería de Educación intervenga la escuela de Canet de Mar donde una familia reclama un 25% de clases en castellano, son soflamas populistas que la neoconvergente lanza aprovechando el potente altavoz que le da ser presidenta del Parlament, pero también son órdagos contra ERC.

Aragonès aguanta esas embestidas de JxCat, que también cuestiona su gran proyecto de legislatura, la mesa de diálogo con el Gobierno español que tiene visos de acabar como el rosario de la aurora. Ya no cuela que la negociación, como dice el president, suponga un gran avance en cuanto al reconocimiento de que existe un conflicto en Cataluña. Porque el único conflicto existente ahora en esta comunidad es el desgaste, el deterioro, el desprecio de los independentistas hacia las instituciones catalanas.

El Parlament, dicen, es soberano. ¿También para no avanzar en iniciativas para atajar la pobreza, la violencia de género, la degradación de los barrios o los problemas de la juventud? Porque todos esos temas quedaron aparcados ayer por decisión de la iluminada Borràs, mientras Aragonès calla para no crispar a sus socios. Aliados parece que ya no tiene, pero él se muestra cómplice de los gestos antidemocráticos de Borràs.

Un gesto inútil, el del republicano, ya que la unidad independentista hace tiempo que saltó por los aires. Los secesionistas se autoconvencieron de la existencia de un bloque "del 52%" capaz de lograr, esta vez sí, la independencia de Cataluña. La CUP no tardó en desmarcarse al rechazar los Presupuestos de la Generalitat de 2022 y ayer propinó un sonoro plante a Aragonès, quien pretendía restituir la unidad separatista en una ronda de contactos con sus pretendidos socios.

Los aliados sobrevenidos tampoco garantizan sus apoyos al republicano. Los comunes rechazan la suspensión de la actividad parlamentaria y se sienten traicionados por la negativa de ERC a apoyar la reforma laboral del Gobierno español. Llegados a este punto, como decíamos, Aragonès haría bien en revisar sus alianzas, soltar lastre de los neoconvergentes y demostrar que es capaz de liderar un gobierno sin ataduras.