Al mundo nacionalista catalán le ha faltado tiempo para chupar cámara tras la rápida y desconcertante reacción del Tribunal Constitucional ante el recurso del PP contra una votación del Congreso de los Diputados. Trata de crear el relato de que la posible invasión del poder legislativo por parte del judicial que nos ocupa estos días sería una derivada de lo que ocurrió en octubre de 2017 cuando el Parlament se proponía debatir y votar la declaración de independencia.

No es verdad. El Constitucional está facultado para suspender una sesión de una cámara autonómica, especialmente cuando esta ya ha aprobado dos leyes declaradas anticonstitucionales como había pasado en septiembre del mismo año en el Parlamento catalán. Los propios letrados de la Cámara advirtieron a su presidenta de la ilegalidad del pleno.

El precedente real del intento de paralización legislativa de la mayoría parlamentaria se sitúa en la primera legislatura de Gobierno socialista. Alianza Popular, el PP de entonces, retorció un concepto de la ley orgánica del Tribunal Constitucional que permitía el recurso previo de inconstitucionalidad para conseguir la congelación de la entrada en vigor de una ley si era presentado antes de que transcurrieran 72 horas desde su aprobación en el Congreso.

José María Ruiz Gallardón, padre del que sería ministro de Justicia de Mariano Rajoy, era el especialista en abusar de un aspecto de la norma pensado para casos muy excepcionales; algo así como el artículo 155 de la Constitución que prevé la intervención de una comunidad autónoma si la gestión de sus gobernantee atenta "gravemente contra el interés general de España".

El partido de Manuel Fraga consiguió meter en el cajón algunas de las grandes leyes con las que el PSOE de los 202 diputados trataba de profundizar las reformas iniciadas en la transición. No eran normas que vulneraran ningún principio básico, sino pura lucha política llevada a los tribunales: de hecho, cuando los conservadores llegaron al Gobierno no derogaron ninguna de ellas.

Es algo parecido a lo que ocurre ahora, con la diferencia de que el PP juega la carta de la complicidad de una parte del poder judicial para negar el derecho de las Cortes a debatir y aprobar una modificación legislativa antes de que el TC se haya pronunciado sobre su constitucionalidad. Dicho sea al margen de la opinión que pueda merecer la cuestionable vía que ha elegido el Gobierno para modificar el sistema de elección de los componentes del tribunal de garantías.