Andan ya los políticos sumergidos en campaña electoral. Mentiras vienen y van, medias verdades se pronuncian sin recato ético y abundan las frases grandilocuentes de las que nadie parecerá acordarse cuando, al cabo de unos meses, toque negociar, pactar o formar gobiernos. Hasta aquí, la verdad, es que llegamos sin novedad aparente.

Sin embargo, esta competición electoral es de las más agitadas que se recuerdan desde la democracia. La forma en la que se han convocado elecciones, lo acontecido en la política española en los últimos meses, años, es de una intensidad que provoca un enconamiento inusual. La atomización de fuerzas políticas en los ejes de la derecha y la izquierda, así como la radicalidad del regionalismo catalán son elementos tan innovadores como disruptivos en el panorama. Llegaremos al 28 de abril con un país dubitativo sobre a quién votar y decidiéndolo en la mayoría de los casos como un mal menor, jamás como una decidida y valiente acción política individual.

Algo similar acaba de suceder en Andorra, el estado vecino que hace unas semanas también vivió unas elecciones de suma importancia. De perfil todavía marcado por las reminiscencias feudales, el Principado consultó a sus poco más de 27.000 electores cómo preferían encarar los próximos cuatro años después de cerrar una convulsa y agitada etapa política. Durante el pasado mandato, la coalición conservadora Demòcrates d’Andorra (DA) ha dispuesto del poder ejecutivo con una mayoría que la llevó a tomar decisiones y obrar con una arrolladora apisonadora que puso en serios aprietos el futuro del país.

Andorra es tan antigua y conservadoras sus castas dirigentes que aún es ilegal el aborto en su territorio. De ahí que, aunque los electores hayan votado de manera principal a DA, las candidaturas de los socialistas y los liberales prácticamente les hayan empatado en votos y en representantes parlamentarios a su Consell General. DA ha perdido la mayoría absoluta, después de pilotar una crisis financiera en Andorra que pasará factura a futuras generaciones. El partido también llega envuelto por la desconfianza de algunas actuaciones sospechosas, como la puesta en marcha de un oscuro concurso para abrir un casino en ese rincón de los Pirineos.

Quienes hemos seguido con atención lo acontecido en Andorra en los últimos cuatro años sabemos que ese conservadurismo dominante guarda relación con la existencia de una privilegiada élite del mundo de los negocios, más preocupada por amasar mayores fortunas que por contribuir a que el país avance en términos de modernidad y desarrollo de las economías occidentales. Pero ahora, pese a controlar las instituciones principales y los medios de comunicación (lo del Diari d’Andorra y su director, Ricard Poy, es de un servilismo al poder que a estas alturas de siglo sólo es posible en una cultura de obediencia feudal en la que todavía se practica el derecho de pernada con la prensa), el partido más votado deberá gobernar con la cultura del pacto. Se acabó la imposición supremacista, la arrogancia política y la mentira como arma arrojadiza. Por cierto, cuán contentos estamos en Crónica Global de haber contribuido desvelando algunas verdades sobre el caso BPA y el hasta ahora ministro de Finanzas, Jordi Cinca. El político nos demandó y se llevó un severo correctivo de los tribunales (además de las costas del juicio), con lo que algo tuvimos que ver en que no fuera el cabeza de cartel de DA. Su sucesor en ese cometido, Xavier Espot, también deberá dar algunas explicaciones sobre su pasado reciente como juez y algún atestado policial sobre el que recaen sospechas de amaño, quizá en el marco de un juego sucio que siempre planea sobre todo lo que sucede en el Principado. Pero sea él u otro, Andorra se verá obligada a practicar un ejercicio de democracia desconocido en su historia reciente y, sobre todo, en los últimos cuatro años: el diálogo entre fuerzas políticas, la transacción y, como corolario, el pacto.

El síntoma andorrano es con mucha probabilidad trasladable al sistema político español. En unos tiempos en los que se acabaron las mayorías absolutas, que permitían gobernaciones absolutistas, el arte del diálogo se volverá a erigir como la herramienta necesaria para que España no se atasque en sus divisiones internas y siga avanzando en términos de progreso. Sí, también de diálogo. Que nadie confunda de manera torticera el hablar con el oponente a un síntoma de debilidad, sino como una obligación de los legisladores. Quienes se oponen al diálogo con sus opuestos, sean ultraconservadores, nacionalistas o cualquier populismo de nuevo cuño se equivocan. Porque no hay nada peor en democracia que atrincherarse en posiciones propias y negar el pan y la sal a los adversarios. Ponerse de perfil, como hacía Mariano Rajoy, o de culo, como ha hecho Albert Rivera con el PSOE y su anuncio de que no habrá pacto, es sobre todo un desdén por el oponente que además de inútil dice demasiado sobre quien lo ejerce.

Esperemos a ver qué decidimos todos como electores, pero tomen el síntoma de Andorra como referencia. Si un país que acaba de llegar a la democracia y que aún tiene dificultades para ejercerla con solvencia se ve obligado al diálogo y al entendimiento entre contrarios, ¿por qué hemos de ser diferente a este lado de los Pirineos?