En septiembre de 1975, Luis Eduardo Aute compuso para Rosa León Al alba, una canción en la que plasmaba el profundo pesimismo que reinaba en el país en aquella época: 36 años de dictadura y, contra las esperanzas de la mayoría de los españoles, crecía la amenaza de que podía continuar. “Presiento que tras la noche vendrá la noche más larga”, decía Aute reflejando el estado de ánimo colectivo.

Un año antes, una revolución militar incruenta y sin resistencia había hecho caer la dictadura más longeva de Europa, el salazarismo vecino. España estaba más aislada que nunca y Al alba se convertía en la banda sonora de los hijos de los perdedores de la guerra en aquella complicada Transición.

El general Franco, que estaba a tres meses de su muerte, enviaba un mensaje de firmeza al mundo con la ejecución de cinco condenados por terrorismo como en 1974 había hecho con el anarquista Salvador Puig Antich. Las presiones provenientes de todo el mundo no hicieron mella en un régimen agónico que había gozado de un reconocimiento internacional que le permitió subsistir casi 40 años después de imponerse en una guerra civil de tres años.

Tras la segunda guerra mundial, se había convertido en el valladar del comunismo, lo que le granjeó el apoyo de la práctica totalidad de los países democráticos, pese a que le trataban como a la criada eficaz e impresentable que nunca se sienta a la mesa de los señores. Las elecciones democráticas de 1977 y los pactos posteriores permitieron que España se incorporara plenamente al club occidental con su entrada en la OTAN en 1982 y en la Unión Europea --la CEE entonces-- cuatro años después.

Ese era el escenario del paso de una democracia orgánica a una democracia homologada en el que se celebraron los primeros comicios y se promulgó la amnistía de 1977. Ocho años antes, el régimen había tratado de congraciarse con el indulto de todos los delitos cometidos antes de abril de 1939; es decir, que perdonó lo que los republicanos pudieran haber hecho hasta el final de la guerra. Cuatro meses después de las elecciones constituyentes entró en vigor una amnistía general que abarcaba los 36 años del régimen; o sea, los excesos y los crímenes del franquismo, además de los atribuibles a los maquis, ETA y el FRAP.

No hay consenso sobre qué novela de tantísimas que se han escrito sobre la guerra civil refleja mejor lo sucedido. Es probable, aunque decirlo ahora sea arriesgado, que la serie de Almudena Grandes Episodios de una guerra interminable quede para la posteridad como la mejor narración de aquel infierno. Porque la contienda no se limitó a los tres años de batallas, sino que abarcó los tres decenios largos que vinieron después y que con tanta profundidad describen las obras de la escritora recientemente desaparecida.

El proyecto de ley de memoria democrática, que el Gobierno ha guardado en el cajón y que ahora queda oportunamente tapado por el conflicto artificial de la ley del audiovisual y el catalán, trata de reescribir (además de simplificar) la historia y de ignorar el marco en el que se dio la amnistía. A efectos prácticos es inútil porque apenas queda un franquista vivo que hubiera incurrido en responsabilidades entre 1939 y 1977. E inviable porque, como ha recordado Juan José López Burniol, la Constitución prohíbe la retroactividad de las leyes penales. Pero el intento de Podemos, ERC y ese PSOE tantas veces irreconocible que está en la Moncloa es el reflejo lamentable de cierto estilo político que no respeta la palabra dada, en el que los compromisos son papel mojado incluso antes de que su plasmación escrita haya salido de la impresora.

Este republicanismo que despierta de su larga y profunda siesta quiere acabar con el régimen franquista 40 años después de su muerte por harakiri, una manifestación de impotencia que habla por sí sola.