Confirmada la suspensión del Mobile World Congress (MWC), es la hora de pedir responsabilidades. Que no es lo mismo que buscar culpables en esta crisis que ha finiquitado el congreso más importante que se celebra en Barcelona. Hace días que se temía por la cancelación del Mobile debido a la psicosis que ha generado el coronavirus. Psicosis porque es muy difícil calibrar los peligros reales de contagio en nuestro país y muy fácil inocular el virus del miedo. Como complicado es saber si las empresas de telefonía creían que los mercados principales son Estados Unidos y China, y no Europa, y estaban buscando excusas para darse de baja sin pagar indemnizaciones, pues también ha circulado esa hipótesis.

En un intento de no crear alarmismo, a las instituciones implicadas en la organización de este importante evento les ha faltado convencimiento y pedagogía a partes iguales. Así, mientras nuestros gobernantes seguían enfrascados en el politiqueo nuestro de cada día, organizadores y entidades anfitrionas optaban por un mutismo que ha generado desconfianza y sospechas de que algo de verdad hay en esos riesgos para la salud que acechaban al Mobile.

No deja de ser curioso que el MWC haya podido superar la inestabilidad del proceso independentista y las rabietas de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, contra el 5G y el capitalismo tecnológico --recordemos que, antes de acceder al cargo, la líder de los comunes amagó con cargarse el MWC--, pero no el coronavirus, a pesar de que no se había registrado ningún caso de contagio en esta ciudad.

El intento de OPA de la presidenta de la Comunidad de Madrid Isabel Díaz Ayuso sobre esta feria se interpretó como una broma, pero puso el foco en la indiferencia, o cuando menos, en la inercia de unas administraciones catalanas que siempre han dado por segura la permanencia del Mobile. Dicho de otra manera, no han estado a la altura. Tampoco el consejero delegado de la GSMA, John Hoffman, al que hay que agradecerle su apuesta decidida por Barcelona, empañada por su rendición final.

De la Generalitat poco se podía esperar, pues lleva años enfrascada en buscar una salida digna a ese procesismo cansino y letal para los proyectos económicos. El presidente Quim Torra ha pasado olímpicamente de la crisis y, sobre todo, de la posibilidad de visibilizar la unidad de los gobiernos español, autonómico y municipal ante la misma. Eso sí, luego se apunta como logro el volumen de visitantes y millones que deja esta feria de telefonía.

La reunión de la consejera de Salud, Alba Vergés, y el ministro de Sanidad, Salvador Illa, se celebró en tiempo de descuento. Los técnicos, los que realmente entienden de virus y contagios, han hablado, sí, pero ha faltado darle solemnidad a ese esfuerzo por convencer a la ciudadanía y a los congresistas de que se han habilitado las medidas de prevención más adecuadas.

Vergés se ha limitado a traducir al catalán el procedimiento de actuación frente a casos de infección por el nuevo coronavirus creado por el Ministerio de Sanidad que, en efecto, tiene la potestad para responder ante este tipo de alarmas sanitarias. Tan dados a atribuirse competencias que no tienen, el Gobierno independentista ha optado en esta ocasión por inhibirse y cumplir obedientemente con lo que se le dice. En fin.

Tampoco es que las administraciones hayan tomado medidas para evitar casos de xenofobia contra la comunidad china, cosa que sí ha hecho el Parlamento europeo, que esta semana ha enfocado la cuestión del coronavirus desde el punto de vista de los derechos humanos en al menos tres ocasiones. Hay que aplaudir a la Eurocámara por ello. Por el contrario, el Parlamento catalán era escenario ayer de una nueva disputa entre Junts y ERC, a cuenta de la Mesa de Diálogo y en un patético pulso por atribuirse el mérito de la aprobación de los presupuestos de la Generalitat. Nada sobre la crisis del coronavirus.