Resumen de 2018: tanta agitación política no se recordaba por estos andurriales. Por fortuna, la economía parece lo más estable, a la vez que decadente y peligroso, de cuanto nos rodea. La sociedad evoluciona, teóricamente progresa, pero muy vinculada a la política y a lo que en ese ámbito es correcto o no, según se trate de hablar de feminismo, animales, religión o cualquier otro ámbito de nuestro día a día.

El año consumido ha sido detestable políticamente. Líos por doquier en España, pero en especial en Cataluña o Andalucía. Similar ha sucedido en los municipios, ese ámbito administrativo y convivencial en el que el populismo ha ensanchado su espacio, y donde la proximidad de la renovación electoral intensifica, si cabe, la demagogia y el arribismo.

No ha sido 2018 un buen año para la democracia. Todo está sometido a revisión, entrecruzado como las palabras en un crucigrama. Hoy se llama fascista a cualquiera, los demagogos proliferan y el populismo se infiltra con tanto peligro que, en ocasiones, es difícil de identificar. No es exclusivo ni propio de nuestros lares, en toda Europa nos sacude idéntico fenómeno. Vivimos un cambio –con efectos en lo generacional y lo ideológico– tan complejo y veloz que transforma en antiguo lo que hace una década era novedoso. Aplicable, además, a cualesquiera de nuestros debates cotidianos.

Pedro Sánchez, su avión oficial, su Valle de los Caídos y su interés por mantenerse en el poder como elemento de propaganda permanente es un ejemplo de los tiempos políticos que vivimos. Patán en lo que antes se resolvía con elegancia, ha demostrado ser un auténtico lince para la gestualidad. La que le permitió recuperar el control de su partido tras ser dinamitado por los suyos del sillón del poder o la que ha conseguido agrandar la grieta interna del independentismo jugando al diálogo de cartón piedra.

Albert Rivera, que constituía esperanza de una renovación, un reformismo y una modernidad política para el abanico que empieza en la socialdemocracia y acaba en el liberalismo con rostro humano, perdió la orientación. Busca el camino después de perderse por los senderos de la política que se cuece en la villa y corte. Llegó a Madrid desde Barcelona con las ideas claras, pero la erótica del poder le juega malas pasadas, una tras otra, hasta desdibujar el proyecto político más interesante de cuantos se incubaron en las últimas décadas.

Al PP de Pablo Casado, ya depurado de nombres propios, le acecha el ninguneo, el peor de todos los males que dirían los antiguos dirigentes de la UCD. Veremos si mantiene el poder municipal dentro de unos meses, pero tras perder la Moncloa y ser reducido a cenizas en Cataluña, los seguidores de la formación conservadora viven en la casa popular mientras son adúlteros en Andalucía con la novísima Vox. La política conservadora está estigmatizada en España por una moralina pijoprogre heredada de la transición que confunde derecha con fascismo, reviviendo la dictadura franquista cada medio minuto en peligrosas y falsas identificaciones.

No le ha ido mejor a Podemos, la ventanilla abierta del 15M que consiguió apropiarse del estandarte de la izquierda proletaria. El casoplón de su líder Pablo Iglesias y las barbaridades cometidas allí donde gobiernan (el caso de Barcelona es el más emblemático de todos ellos) le han puesto contra el espejo de la falsa ética y la inoperancia. El golpe de realidad que ha recibido su electorado amenaza con relegarles a posiciones próximas a los peores momentos del PCE, cuando otros partidos fueron capaces de conectar mejor con las necesidades reales de las clases trabajadoras reales y realistas. Es decir, alejados de los manuales de ciencia política universitarios.

Al independentismo catalán le aguarda el banquillo en 2019. Se pasaron de frenada y la justicia les ha quitado algunos puntos del carnet, además de obligarles a pagar multa y a pasar de nuevo por la autoescuela. El asunto lo ha asumido con claridad ERC, que quiere ocupar el antiguo espacio del pujolisme, pero se resisten los convergentes de toda la vida, que ansían mantener el poder a toda costa desde el falso exilio que se han proporcionado. Sus constantes performances activistas generan, salvo en los hiperconvencidos, un hastío y una fractura social creciente. El finselscollons de algunos indepes razonables es la prueba. Ambas situaciones, radicalidad y cansancio no son las mejores condiciones para crecer y evolucionar en una Cataluña que pagará en 2019 buena parte de los costes derivados de las estupideces políticas de 2017 y 2018.

Con ese análisis sobre la mesa, tan personal como discutible, 2018 no será un tiempo que recordemos colectivamente como un buen año. Cada uno salvará o no el ejercicio en términos personales, pero el balance común es tan negativo como inquietante. El que dejamos atrás ha sido un año jodido, para Barcelona, para Cataluña y para España. Casi todo está sometido a discusión, no abunda la estabilidad en casi ningún ámbito, las ideas se expresan y debaten no con pasión o vehemencia sino como armas arrojadizas… y así hasta completar bastantes razones por las que dar carpetazo al año.

Permitan que, en ese pesimista repaso, incorpore un elemento de esperanza: hemos llegado tan abajo que quizá resulte imposible caer más. En consecuencia, lo más probable es que el próximo 2019 sea un tiempo mejor para todos. Habrá que arrimar el hombro, confiar en que la economía mundial persevere en la línea actual y, sobre todo, tener la convicción de que es posible. Y otra razón para el optimismo: siempre quedarán espacios para la libertad de expresión y el análisis razonable como el nuestro. Lugares para cultivar las ideas que serán suyos también el año que llega. ¡Mucha suerte!