Si el estado de ánimo de los electores se mantiene durante la próxima semana, las elecciones catalanas darán un empate a votos entre el bloque nacionalista y el constitucionalista, aunque con ventaja en escaños para los primeros. O sea, más o menos como hace dos años.

Esos resultados se explicarían porque el procés y todo lo que lo ha rodeado ha estimulado la participación electoral, también de aquellos ciudadanos de Cataluña que en otros tiempos no se movilizaban en los comicios autonómicos.

La lectura lógica de ese escenario sería que el nuevo Govern debería tener muy presente a todo el país, no al 50%. Pero ya pudimos comprobar que ni Artur Mas ni Carles Puigdemont son partidarios de actuar dentro de esa lógica democrática. Ambos hablaban de un “mandato” y de una “hoja de ruta” por los que se sentían obligados, pero en realidad, como hemos tenido oportunidad de saber ahora, ese rumbo lo habían trazado en secreto unos círculos formados por convergentes, republicanos y activistas de la ANC y Òmnium, entre otros; y lo habían hecho antes de las elecciones, en secreto y al margen de las urnas.

Vistas así las cosas, hay que llegar a la conclusión de que en este periodo ha habido muy poco respeto a las leyes y a la transparencia; y es verdad. Pero quizá la competencia desaforada --y soterrada hasta ahora-- entre el PDeCAT y ERC por la hegemonía del nacionalismo, como ha teorizado Jordi Amat, explique en parte los grandes disparates cometidos. Es decir, no solo era desprecio hacia las normas, sino ceguera cainita e inmadurez.

Esa carrera hacia el precipicio que han protagonizado las dos organizaciones centrales del soberanismo solo ha podido frenarse con la aplicación del artículo 155 de la Constitución, una lección que no olvidarán si volvieran a gobernar; al margen, claro, de las consecuencias penales de sus actuaciones. Los programas electorales del 21D no lo dicen abiertamente --sobre todo el Puigdemont, que está en eso de echarse al monte--, pero en el ambiente se respira que ya no habrá plazos ni prisas, que optarán por la “vía lenta”.

Puede que lleguen a gobernar de nuevo, sí, pero nada volverá a ser como antes.

El problema de los nacionalistas en el caso de que vuelvan a gobernar será convencer a las gentes que les han seguido en su radicalización de que ya no hay plazos ni prisa

Su problema será convencer a las gentes que les han seguido en su radicalización, a quienes han creído eso de que el franquismo sigue vivo y de que los verdaderos demócratas son precisamente los que se han saltado a la torera el Estado de derecho.

Pero ése es su problema. Los ciudadanos pueden estar tranquilos porque la experiencia ha demostrado que si los gobernantes nacionalistas no sabían poner freno a la euforia, finalmente el Estado ha podido apelar al orden constitucional; y no pasa nada.

La propaganda soberanista hablará de tardofranquismo, de dictadura, de centralismo, como habla de fachas cuando se refiere a quienes no bajan la cabeza y silencian su disidencia, pero la historia dirá que en Cataluña hubo unos políticos aficionados, unos activistas que se vinieron arriba y estuvieron a punto de meter al país en un aprieto. Y que la derecha española --en el Gobierno de Madrid con la mayoría más minoritaria de los 40 años de democracia-- se vio en la obligación de echar mano de los mecanismos de emergencia que guardaba la Constitución de 1978 para recuperar la normalidad. Y que eso le sumó puntos a ojos del mundo entero.