Ser de Barcelona era (¿es?) sinónimo de modernidad, cultura, diseño, fútbol de primera, libertad y espíritu emprendedor. Incluso durante el franquismo, quizás por comparación, los barceloneses nos sentíamos más europeos que nadie, y lo reconocía el resto de España. Solo los muy tontos alardeaban de abolengo o apellidos. ¡Qué más daba cómo te llamaras! Nací en esta ciudad mediterránea, de belleza alabada hasta por Don Quijote, y siempre pensé que había tenido suerte en caer allí. Agradecía a abuelos y bisabuelos el haber emigrado hasta la costa. Algunos desde Francia, Aragón o La Mancha, otros abandonando pueblos pirenaicos para llegar a la ciudad de sus prodigios.

Barcelona sigue siendo una ciudad valorada, ahora es la elegida de las startups. Sin embargo, en los medios españoles y extranjeros suele aparecer en titulares porque alguien incumple las leyes, organiza tumultos callejeros o se queja de una supuesta represión. El ambiente ha cambiado y también las comparaciones. Muchas ciudades españolas han mejorado a mayor ritmo. Málaga, Madrid, Valencia o La Coruña son tan cosmopolitas o más que la Ciudad Condal. El sentimiento identitario nos está volviendo rancios y aburridos. En puñeteras víctimas o, si lo prefieren en catalán, en ploramiques.  

Tras morir mi abuelo Cullell, fui a pasar una Semana Santa a Albacete. La tarde era soleada, tenía 15 años e iba a salir a merendar. Mi tía me paró antes de llegar a la puerta: “¿Dónde crees que vas con esos pantaloncitos cortos?”. “Son shorts de lana y llevo un maxiabrigo, no pasaré frío”, le respondí. A la de tres, tuve que cambiarme de ropa. Mi prima más querida resumió la situación: “Esto no es Barcelona, bonica. Los shorts, en la playa”. Regresé a Cataluña y mis amigas llegaron a la conclusión de que vivíamos en una ciudad muy moderna, casi francesa. Mi padre nos bajó los humos: “Hasta que los Rolling Stones no toquen en Barcelona, seremos una ciudad de provincias”. Tocaron tres años después, en 1976, en la plaza de toros Monumental. Fue gracias a Gay Mercader, el mejor promotor musical que hubo y habrá.

He vuelto los ojos hacia la Barcelona de los ochenta al leer que ha fallecido Antoni Miró, admirado diseñador de moda. Su tienda, Grog, situada en un bajo de la rambla de Catalunya, era un lugar mítico. Tras ahorrar durante meses, compré allí un traje de terciopelo negro, que combiné con una camisa de tul azul. Nunca me he sentido más guapa que vestida con ese conjunto. Metí el traje en la maleta y fui a trabajar a Londres. Era ponérmelo, y triunfar. Cuando me preguntaban de qué tienda era, yo respondía: “Es de Barcelona”. Y los ingleses se partían de risa.

Entendí sus carcajadas viendo en la BBC Faulty Towers, una de las series inglesas más aclamadas de la historia. El dueño del hotel, el hilarante John Cleese, le daba bofetadas a su camarero, Manuel, porque no sabía hacer nada y espantaba a los huéspedes. El pobre empleado --bajito y moreno-- pedía perdón en un inglés macarrónico: “Sorry, sorry. I’m from Barcelona”. 

No sabían esos ingleses racistas y paranoicos que Barcelona era moderna, que estaba al día en todo. Ellos, sin embargo, iban a Mallorca o a Salou en vuelos chárteres, se ponían rojos y ciegos de tintorro y volvían a sus pubs a seguir bebiendo cerveza caliente. De Barcelona solo conocían al camarero Manuel. Cuando se me pasó el enfado, me hice fan de los Monty Python y de Cleese. Aprendí a valorar el incorrecto humor inglés.

Años después, tras los Juegos de 1992, los ingleses y tantos otros quisieron descubrir la ciudad olímpica. La tranquila, industrial y algo sombría urbe de mi infancia se había convertido en la ciudad del diseño. Había más tiendas de decoración por kilómetro cuadrado que en Nueva York o Roma. Vinçon, la añorada tienda de los Amat en el paseo de Gràcia, era visita obligada del turismo interior y exterior.

Desde que Pasqual Maragall dejó de ser alcalde, se ha ido perdiendo el modelo de ciudad y falta un líder de proyección internacional. Se acercan las municipales y el consiguiente baile de candidatos. En aquellos años del maragallismo era tal la calidad de los aspirantes que el diario El País llegó a publicar un editorial pidiendo que, por favor, al perdedor de las elecciones barcelonesas lo mandáramos a dirigir Madrid. ¡Qué tiempos! Ahora, leo que los empresarios prefieren un tándem entre Elsa Artadi (JxCat) y Jaume Collboni (PSC). Muy extraño todo. Los barceloneses no queremos dos alcaldes, queremos uno que gobierne sin miedo, con convicción y sin pasteleos. Hace décadas que no tenemos un líder en la alcaldía.