Enero ha sido un mes de aprendizaje y asimilación de conocimiento absurdo, como me gusta definir a la cantidad de información acumulada en mi cabeza sin ninguna aplicación práctica o lucrativa. Por ejemplo, he aprendido que si conozco a alguien que me dice “no como cerdo” a pesar de no ser vegetariano, lo más probable es que esté participando en algún ritual de ayahuasca o San Pedro, otra planta alucinógena de moda.

“Te recomiendan que elimines la comida grasienta de tu dieta para que no interfiera en el trabajo de la planta”, me explicó la segunda persona que he conocido este mes que no come cerdo (tampoco bebe alcohol ni toma queso).

Tres o cuatro veces al año, dicha persona –un hombre de cuarenta y largos, padre de dos adolescentes, con el que he acabado entablando amistad— se junta con otra gente durante dos días en una especie de retiro espiritual para ponerse bajo las órdenes de un brujo, o como se llame la persona que dirige las sesiones de ayahuasca o San Pedro, y pegarse “un buen viaje”. ¿Qué ven en ese viaje? Nadie ha sabido explicármelo, pero mi nuevo amigo asegura que la planta le ha ayudado a encontrarse a sí mismo, a ir por el buen camino (años atrás bebía y consumía drogas, y había perdido su trabajo), “a sintonizar mi frecuencia”, me comentó.  

No sé si he pecado de conservadora, pero las drogas nunca me han llamado mucho la atención, ni siquiera de adolescente. La idea de perder el control me asusta bastante, también el riesgo de encontrarme mal –náuseas, vomitar— o de que me dé un brote psicótico (conozco más de un joven que por fumar marihuana quedó esquizofrénico) me han frenado a experimentar más allá de los porros. Pero todo es respetable, y más ahora que somos adultos. Si a mi nuevo amigo la ayahuasca le ha ayudado a salir del agujero en el que estaba, igual tiene su mérito, aunque a mí me parezca hacer trampa. “Es como buscar el remedio por la puerta de atrás”, le comenté. Él me respondió que no, que era buscar remedio por la vía más directa. Sin tener ni idea de cuál de los dos tenía razón, me limité a observar cómo volteaba las verduras en el wok, al que luego añadió fideos y un jugoso filete de ternera troceado.

Hablando de woks, aprovecho para contar otra de las cosas interesantes que he aprendido este mes. La aprendí chateando con un desconocido en una app de citas. El tipo, un profesor de universidad con alto nivel educativo, me propuso quedar para comer, pero antes me advirtió de que “quizás tenemos un problema: no quiero ser conservador (soy en general de izquierda, pero no neofeminista, ni wokista), pero ¿cuánto mides? Me da que eres más alta que yo”.

En lugar de asombrarme que un hombre pudiese estar tan acomplejado por su altura, me alucinó la palabra wokista”. “¿Qué significa wokista? ¿Adicto al wok?”, le pregunté muerta de curiosidad, a la vez que googleaba la palabra.

En realidad se refería a wokeista, como se conocen a los seguidores del wokeismo, un movimiento social surgido dentro de la comunidad negra de Estados Unidos a finales de los 60 y que originalmente quería decir estar alerta a la injusticia racial. Viene de woke, el pasado del verbo wake (despertar), así que podría traducirse como gente despierta, o “estar conscientes de temas sociales y políticos, en especial el racismo”, como lo define el diccionario Oxford, en 2017, después de que el wokeismo volviera a resurgir con fuerza con el movimiento Black Lives Matter.  

La verdad es que no había escuchado nunca el concepto wokeismo, a pesar de haber sido motivo de polémica en los últimos años. Los wokesitas han sido criticados por querer llevar la corrección política al extremo, no solo en el terreno del racismo, también en otras áreas sensibles como los derechos de la mujer, LGTBIQ o el aborto, y de haber impulsado la cultura de la cancelación, es decir, promover el boicot social y profesional a través de las redes sociales contra individuos que actuaron o dijeron algo para ellos intolerable. No me parece mal que haya wokeistas, aunque yo me definiría más como wokista.