Son inocentes. No cometieron ningún delito. Ninguna falta. Ninguna ilegalidad. Ni tan siquiera la más mínima irregularidad. Están tan convencidos de todo ello que volverían a actuar como lo hicieron. Así lo dijeron, en sus correspondientes turnos individuales de alegaciones finales, algunos --no todos-- de los dirigentes independentistas juzgados en el Tribunal Supremo. Algunos de ellos, llevados tal vez por la lógica emoción del momento, contradijeron en parte los alegatos de sus mismas defensas, que sí admitieron la comisión de algunas ilegalidades por parte de sus defendidos. Luego llegó Quim Torra y ratificó el relato oficial: no hubo nada reprochable en todo cuanto hicieron los dirigentes secesionistas entre los meses de septiembre y octubre de 2017 en Cataluña. Torra fue más allá y, como algunos --no todos-- los acusados, afirmó que volverían a hacerlo. Vamos, que volverán a hacerlo.

No, no se trata de un remedo de aquel tan célebre “Volver a empezar”, erróneo título tanto de la versión castellana de aquella rumba lenta de origen caribeño incierto, Begin the beguine, que Cole Porter compuso en 1934 en un exótico crucero por las islas Fiyi, y que poco después Xavier Cugat y su orquesta dieron a conocer al mundo entero, como el filme de José Luis Garci, que en 1982 fue la primera película española premiada con el Óscar a la mejor cinta de habla no inglesa. No, por desgracia, ahora no se trata de aquel “Volver a empezar”. Se trata de saber si en Cataluña, y por tanto también en el resto de España, vamos a volver a empezar con todo lo que llevamos visto, vivido y sufrido en estos últimos y demasiados años.

Se trata de saber si el movimiento independentista catalán está o no dispuesto a reflexionar, a reconocer al menos algunos de sus muchos errores, a admitir que con sus equivocaciones se saltó la delgada línea roja de la legalidad propia de un Estado democrático de Derecho, o se sigue empeñando una vez más en volver a la casilla de salida, como si se tratara de convertir la política catalana en algo similar a aquel popular juego de la oca. Si esta fuese su opción, convendría tener en cuenta todas las consecuencias que ello entrañaría para todos, no solo para los propios jugadores, que con suerte tal vez podrían ir de oca en oca o de puente en puente hasta alcanzar el triunfo, pero correrían el grave riesgo de caer en el pozo de bronce, tropezarse con la calavera, ir a parar a la cárcel, o quedar atrapados en el laberinto, como nos ha ocurrido a todos los ciudadanos de Cataluña durante estos últimos años.

Se trata, en definitiva, de saber si al menos algunos --no todos, eso está claro-- de los dirigentes separatistas están dispuestos a dejar atrás el mundo irreal y únicamente virtual en el que llevan instalados desde hace tanto tiempo, atrapados en sus propias ensoñaciones e ilusiones, o son finalmente capaces de asumir la realidad tal cual es, en primerísimo y principal lugar en la misma Cataluña, pero también en el conjunto de España, en Europa y en el mundo mundial. Una realidad que viene reiteradamente negando anuncios y promesas de futuros mágicos. Una realidad que nos mantiene encerrados con un solo juguete permanentemente.

Sea cual sea el veredicto final del Tribunal Supremo, que se espera que pueda ser conocido a lo sumo a principios del próximo mes de octubre, conviene tener en cuenta que ningún experto con un mínimo de solidez jurídica admite la posibilidad de una absolución absoluta para todos los acusados. Algunos de sus defensores lo han reconocido así ya en sus alegatos finales. La sentencia podrá ser más o menos dura, pero nadie prevé que pueda ser leve. No es ésta la hora de llorar por la leche derramada. Porque ha quedado claro que no se puede hacer política como quien juega al póker y encima va de farol. No se puede reclamar a ningún tribunal de justicia que no haga justicia, no se le puede pedir que considere que se trata de una cuestión política cuando desde las instancias políticas se ha transgredido en diversas ocasiones la legalidad. No se puede seguir argumentando que la democracia está por encima de la ley, porque un Estado democrático de Derecho se basa esencialmente en el respeto y cumplimiento de su propia legalidad democrática.

Una vez conocida la sentencia del Tribunal Supremo y una vez agotado el casi inevitable recurso al Tribunal Constitucional, llegará el momento de recurrir a la última y definitiva instancia judicial, al Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Para aviso de navegantes, conviene recordar que con muy pocos días de diferencia esta suprema instancia judicial europea ha denegado sendos recursos presentados desde el secesionismo catalán; en ambos casos ha dado la razón a la justicia española y ha señalado que no solo había actuado de forma correcta, sino que estaba obligada a actuar como lo hizo precisamente en defensa de la legalidad constitucional propia de cualquier Estado democrático de Derecho.

¿Volver a empezar? No, por favor. Si así les apetece, canten y bailen el Begin the beguine de Cole Porter, en cualquiera de la infinidad de sus versiones --la del propio Cole Porter o la de Xavier Cugat, la de Frank Sinatra o la de Artie Shaw, la de Mario Lanza o la de Johnny Mathis, la de Jorge Negrete o la de Julio Iglesias...--, pero sobre todo tengan en cuenta que Begin the beguine no puede ni debe ser traducido como “Volver a empezar”, sino como “Empezó el beguine”, ya que Cole Porter se inspiró en una danza caribeña de este nombre.

No volvamos a empezar. En todo caso, comencemos el “beguine”, el baile y el canto de la imprescindible y urgente reconciliación nacional de Cataluña y de la tan necesaria recuperación de su unidad civil partida ahora en mil pedazos, para así poder comenzar otro baile, el del diálogo, la negociación, la transacción y el acuerdo que haga posible, tanto en el seno de Cataluña como en el resto de España, en el conjunto de Europa y en el mundo mundial, una convivencia que trascienda la simple coexistencia o conllevancia, que nos permite de nuevo vivir en paz y en libertad, bajo el imperio de la legalidad de un Estado social y democrático de Derecho.