La semana previa a Sant Jordi no fue una semana sencilla en lo profesional para mí. Mi firma está peleando por la implantación de un hub digital en Barcelona de una multinacional, y un ejecutivo del cliente da la casualidad que aunque ha desarrollado su carrera profesional en una ciudad del centro de Europa, pasó su infancia y adolescencia en nuestra ciudad. Hace poco estuvo en una reunión de antiguos alumnos de su colegio y sus compañeros le contaron que esto no era como antes, que nuestra ciudad estaba sucia y decadente, que era peligrosa y que la división de la sociedad era profunda, no pudiendo avanzar en lo económico por primarse lo identitario a la gestión. En resumen, que mejor no apostar por Barcelona e ir a Madrid o Málaga, ambas ciudades pujantes y sobre todo la segunda con un proyecto de ciudad espectacular.

Argumentamos y regateamos como pudimos, hablamos de ciclos y pusimos el ejemplo de la Copa América como muestra del inicio de la recuperación. La Fórmula 1 se ha renovado, ya nadie se opone al Mobile y, en definitiva, todo parece más y mejor encauzado. Jugamos la baza de la calidad de vida, del sol, del mar y la gastronomía. De la marca internacional, del atractivo que mantiene nuestra ciudad para el talento europeo, de las excelentes universidades y escuelas de negocio, y en definitiva que todo está volviendo a la normalidad. Cada uno pensamos como queremos, faltaría más, pero ya nos hemos dado cuenta de que con lo de comer no se juega. Y, creo, salvamos el envite.

Tras esa intensa semana confieso que llegué al fin de semana hastiado y enfadado por tener que luchar contra los elementos, del daño que se está haciendo a toda la población, a toda, escampando porquería por doquier. Y amaneció Sant Jordi, un día memorable en lo climatológico. Sol, lluvia, viento, granizo... todos los meteoros se sucedieron cada dos horas, sin dar tregua ni a vendedores ni a transeúntes. Y volvió la magia a las calles de Barcelona. Riadas de gente subían y bajaban y se sentía la felicidad en cada esquina. Por fin sin máscaras, por fin sin limitaciones absurdas de recorrido. Si hay un día para enamorarse de Barcelona, ese es Sant Jordi. Una fiesta tranquila pero animada, donde lo importante es pasear. Es verdad que en Sant Jordi no reina el jolgorio como lo hace en San Fermín o en la Feria de Abril, pero ni falta que nos hace. Somos así y así nos gusta ser.

El cambio permanente del cielo hizo el día aún más mágico, con colores y luz de todo tipo, radiante, dorada, brillante, matizada... subrayando la magia de cada rincón. El Barrio Gótico, la Plaza Real, la Raval... toda Barcelona transmitía magia. El Palau de la Generalitat lucía hermoso, con adornos florales tan bonitos como elegantes y sin ninguna pancarta que lo afease, por fin un Palau de la Generalitat de todos y contra nadie. El vecino de enfrente, el ayuntamiento, sigue con sus pancartitas y sin respetarse a sí mismo, pero no todo puede ser perfecto. Pero hay que decir que la regulación del tráfico en el centro fue inteligente, quitando presión a las Ramblas, aunque la presencia de agentes privados dirigiendo el tráfico no se acaba de entender, el divorcio entre la Guardia Urbana y el ayuntamiento parece que no tiene fin. Por primera vez los bloques de hormigón tenían sentido (por cierto, si se pueden poner en una noche no sé por qué no se quitan ya las de las terrazas y colegios que tanto afean a nuestra ciudad).

Las casetas estuvieron peleando contra el viento y la lluvia, pero la gente hacía colas kilométricas cuando el granizo lo permitía. La gente quería ver y tocar a los autores, puede que muchos de ellos más famosos que escritores, pero es igual, esa es la gracia de Sant Jordi, vale lo mismo la firma de un premio Planeta que la de un influencer, una estrella de la tele que un político, hay público para todo y es un día donde los selfies están más que justificados.

Y felizmente volvió a haber muchísimas más casetas que vendían libros o rosas que las de los partidos políticos. Sant Jordi no es un día para revindicar sino para disfrutar. Hay que defender el catalán, por su puesto, pero con buena literatura y no enfadando a la gente. Ya que nos hemos cargado la Diada con tanta política, dejemos que Sant Jordi siga resistiendo como el día de todos los catalanes, de todos, piensen lo que piensen, hayan nacido donde hayan nacido. No dejemos que nadie se apropie de un día que es de todos.

La próxima vez que mi cliente ponga en duda la oportunidad de invertir en Barcelona, le diré que se venga a Barcelona un día de Sant Jordi y así entenderá la magia de nuestra ciudad. Porque como decía Peret hace 30 años, Barcelona es poderosa, Barcelona tiene poder.