Empiezo a creer que la mesa de diálogo para el tema catalán es una idea excelente. Si no, basta con ver a quienes la descalifican (desde la señora Borràs al señor Garriga) y las alternativas que ofrecen a cambio. Unas alternativas que sólo se pueden entender como políticas si utilizamos un concepto de la política tan amplio como para que entren en él el gazpacho y el fútbol.

Es cierto que la parte catalana de la mesa acude a ella con la cabeza gacha, como si acabara de darle de palos a su abuela, y que la española da un poco de lástima, porque parece tener miedo a creer firmemente en cualquier cosa. Pero hay cierta clase de sólida decencia en el mero hecho de sentarse a dialogar sin demasiado brillo. Una decencia que resulta mucho más inquietante para cualquier fanático que la propia prisión.

Está claro que, en ocasiones (Múnich 1934, por ejemplo), negociar puede ser un error. Sobre todo, cuando se tienen alternativas más dignas y la fuerza y la convicción suficiente para imponerlas. Pero este no es el caso catalán. Ha cometido tantos errores todo el mundo, del rey abajo, que lo único que cabe es rectificar.  Y el primero en hacerlo ha sido Sánchez, poniendo nueve indultos sobre la mesa y asumiendo los costes. Es lo bueno de Sánchez, su rechazo implacable a tomarse en serio sus propias máximas hace que sus argumentos resulten paradójicamente exitosos. Le convierten en el héroe de la reconciliación. Ahora sólo falta ver quién es el héroe de la retirada, una especie de general Lee.

Pero dialogar no es blando, ni ridículo, ni mezquino. Puede evitar la tragedia, y aquello que decía el hermoso poema de Randall Garrell: “En bombarderos con nombres de muchachas fuimos a incendiar las ciudades cuyos nombres habíamos aprendido en clase…”.

Por eso, para describir lo que ocurre cuando el diálogo se rechaza, y la racionalidad se rinde ante el resentimiento, la mezquindad y la obcecación, Christopher Clark (Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en 1914, Galaxia Gutenberg) necesitó 800 páginas que cuentan los antecedentes de aquella carnicería y cómo, más de cien años después de su final, nadie acaba de tener demasiado claras las razones por las que comenzó.

Los sujetos que la provocaron, y las masas fanatizadas que los siguieron, eran como sonámbulos. Vigilantes pero ciegos, poseídos por sus ambiciones y prejuicios, pero incapaces de ver la realidad: emperadores, militares, diplomáticos y políticos democráticos que actuaron en los momentos decisivos con una frivolidad y falta de responsabilidad que aún hoy asombran.

Cuando el archiduque Francisco Fernando y su esposa fueron asesinados en Sarajevo el 28 de junio de 1914, la élite europea disfrutaba de su vida privilegiada, y los Estados Unidos de su apacible aislamiento. Según el editorialista del diario Grand Forks Herald de Dakota del Norte, “para el mundo o para una nación, un archiduque más o menos cuenta poco”. El jefe del Estado Mayor austríaco estaba más interesado en sus líos amorosos que en los asuntos militares, y el presidente de Francia recibió la noticia en el hipódromo y se quedó a disfrutar de la carrera de la tarde.

Cualquier negociación, conferencia o proceso de diálogo podrían haber evitado la guerra, pero nadie acertó a enfriar los ánimos, ni pidió tiempo para madurar las respuestas. Nadie chutó el balón hacia delante ni quiso pasar por un burócrata prudente y poco vistoso, ni ser tachado de poco patriótico o de tibio. Quienes defendían en aquellos momentos una solución negociada tenían mala prensa, como si exhibieran poco carácter, escasa virilidad y dudosas convicciones.

Porque mucha gente fue capaz de ver la tragedia profundamente injusta que se estaba fraguando en aquellos momentos. Adam Hochschild lo explica en otro libro (Para acabar con todas las guerras, Ediciones Península), en el que rememora los movimientos antibelicistas en la Inglaterra de esos años y reivindica la lucha olvidada y los dramas morales de quienes denunciaron la estúpida confrontación en un clima de nacionalismo exacerbado y propaganda patriotera.

A fin de cuentas, si para algo han de servir las lecciones de la historia es para dejar claro que, en situaciones peliagudas, la buena voluntad y los objetivos modestos, los que no resuelven nada de un plumazo, son lo mejor que podemos esperar sus sufridos peatones.