En nuestras democracias existe, decía Jean-François Revel, una simplista visión extensamente compartida sobre cómo están alineados ideológicamente los individuos ante la misma civilización occidental. En un lado se agrupan los que defienden la justicia y la verdad y hacen pública su actitud crítica contra dicha civilización del conocimiento donde viven y se han formado. Entre ellos se suelen hallar los intelectuales, los artistas, los escritores, los periodistas, los profesores, las autoridades religiosas y los científicos. Enfrente está “la fuerza del mal”, formada por los poderes, el dinero, los promotores de guerras, los especuladores, los explotadores, la policía, los racistas, los fascistas, los dictadores…, en fin, la derecha en general y alguna izquierda minoritaria y despistada.

Si trasladamos esa tópica y popular dicotomía al escenario del llamado “problema catalán”, es fácil observar que entre muchos de los “buenos” que han apoyado el procés se hallaban bastantes de los que dicen defender la justicia y la verdad. Sin embargo, ahora que el procesismo está en retroceso muchos de aquellos intelectuales se han bajado del barco. Una vez jibarizado el movimiento, el protagonismo se ha concentrado en un grupo que continúa, de manera muy activa, con las consabidas reivindicaciones independentistas y libertadoras. Son los viejos. Aunque para no herir sensibilidades seniles, ni a los políticamente correctos e inclusivos, también podríamos llamarlos tercera edad o gent gran.

Sería de agradecer que un equipo de sociólogos y psicólogos, a ser posible no vinculado al clan de Salvador Cardús, realizase una rigurosa investigación para explicar el porqué de tantos jubilados –al estilo Quico el progre, pero envejecidos—, entre los manifestantes que continúan con la matraca lazista. Se trata de asistir a las siete de la tarde a una de tantas concentraciones que, con la mesita correspondiente y de lunes a viernes, aún protagonizan en algunas ciudades de Cataluña.

Pero no todos, de estos mayores convencidos de estar en el lado bueno de la historia, tienen el mismo origen y trayectoria. Un porcentaje muy pequeño de esos asistentes está formado por los de izquierda de toda la vida. Ya en el tardofranquismo defendían esa postura y no se han movido un ápice de aquella vieja y primaria reivindicación del PSUC del derecho de autodeterminación de todos los pueblos del mundo mundial, incluido el condado de Treviño, Llívia o el Rincón de Ademuz, y poco les importa que los que promuevan el referéndum sean una conocida banda de malversadores.

Un segundo –y también pequeño grupo— de jubilados procesistas se nutre de los independentistas de toda la vida, aquellos funcionarios del régimen o botiguers que en privado maldecían a los colonos que llevaban los hijos a sus colegios o compraban en sus tiendas. De jóvenes eran la esencia silenciosa del racismo catalanista, y ahora que tienen mucho tiempo libre han aprovechado el subidón del procés para salir del armario, y de paso dar una vuelta con los colegas hispanófobos de siempre.

Por último, el tercer grupo de gent gran, el más numeroso y ruidoso, está formado por aquellos que buscan una redención política. Nunca fueron independentistas, ni antifranquistas, ni siquiera catalanistas; muchos nacieron en otros lugares de España o son hijos de inmigrantes de las oleadas de los años sesenta y setenta del siglo XX. Con la jubilación se han reinventado tanto que, incluso, afirman haber estado en los ahora premonitorios conciertos de Lluís Llach de 1975 en el Palau de la Música, en los de enero de 1976 en el Palau d’Esports, e incluso algunos están convencidos de que asistieron al de 1977 en el polideportivo de Viladecans.

Sean de un grupo u otro, todos esos jubilados aseguran que su lucha indepe es para construir un país para sus nietos, un país que no quisieron o ni soñaron para sus hijos. Vista su insistencia, y más que polemizar con ellos sobre cuál debe ser el futuro triunfante del procés, el debate debería centrarse en cómo cambiar un país fracasado que ya no es ni para viejos, y, desde luego, intentar que reflexionaran sobre cuál está siendo su papel en este acelerado y líquido mundo.

Es posible que todo sea más sencillo y tan antiguo como el debate sobre la vejez. El humanista Miguel Sabuco concluyó hace más de cuatro siglos que el vivir humano tenía sólo dos edades: el cremento y el decremento; la primera iba desde el nacimiento hasta la madurez, y la siguiente correspondía a la segunda mitad de la vida hasta la muerte natural. Entusiasmado con esta división, Mateo Alemán recreó poco más tarde en su Guzmán de Alfarache la conocida petición a Júpiter de un hombre treintañero, ansioso por prolongar la vida. El dios romano le concedió 20 años más que habían rechazado el burro y el perro, y le añadió otros 20 que no quiso la mona. En total, 60; de los cuales viviría 20 trabajando como un burro, otros 20 viviendo como un perro y los últimos veinte –de 70 a 90— queriendo ser como la mona: “Los que llegan a esta [edad] suelen, aunque tan viejos, querer parecer mozos, pulirse, aderezarse, pasear, enamorar y hacer valentías, representando lo que no son, como lo hace la mona”. Quizás sea ese, el de la mona, el tiempo decadente y ridículo que está viviendo el procés, y el de los viejos que aún se envalentonan con él.