Se nos escapó la primavera, llegó el verano y, con él, una suerte de felicidad irresponsable que parece invadir todo, como si nada hubiera pasado y como si nada pudiese pasar. Es el momento de la gran fiesta del dominguero, de los ansiosos de sol, calor y playa, las hogueras de San Juan sin límite de espectadores, las barbacoas y los reencuentros familiares o sociales tras demasiado tiempo de aplicaciones diversas para poder contemplarse en pantalla. Hasta cierto punto, es comprensible la tendencia instintiva a soslayar el regateo de los afectos y a evitar la contención en las manifestaciones de cariño. Tanto da un abrazo como un achuchón. Cada uno lo celebra como puede; después, Dios proveerá.

Al pairo los quebraderos de cabeza de cien días de aislamiento, de temor al exterior y la ruptura de las relaciones sociales. El olvido es un mecanismo de defensa y ya no recordamos que la red de soporte familiar quedó exhausta con la crisis de 2010. Sin embargo, los epidemiólogos están preocupados, la OMS advierte que el virus entra en una fase peligrosa y el BCE avisa que lo peor de la crisis está por llegar. Sin querer ser agoreros, las previsiones apuntan a que, tras el festivo verano, habrá más pobres y parados, veremos cuánto ha caído el poder adquisitivo y la renta familiar, cuando acaben los ERTE. Con un Estado endeudado hasta el tuétano, será el momento de apreciar la dimensión real de la crisis y las tensiones sociales que puede generar.

A pesar de todo, lejos de desactivar las palabras e impulsar la imaginación --ya sé que es mucho pedir-- en Cataluña regresamos a la antigua anormalidad, la de tiempos anteriores al confinamiento, con un independentismo con mono de bronca y deseo de retomar la confrontación. En un santiamén, como por arte de magia, hemos pasado de la fase 2 al campi qui pugui, el “sálvese quien pueda”. La desaparición de la alarma podemos verla como un tránsito de alivio; pero imaginarse ya mismo a Quim Torra y sus acólitos en plena nueva expansión, se antoja un desconsuelo. No deja de ser sintomático su alusión a la represa, la reanudación, es decir, la anormalidad anterior, lo que entiende como recuperación de las competencias secuestradas con el estado de alarma, un simple paréntesis para él, poniendo sobre la mesa incluso un nuevo referéndum. Y todo, para después del verano.

El futuro de Cataluña se dibuja en Waterloo y en Lledoners. Allí, Carles Puigdemont haciendo de oráculo silente; aquí, Oriol Junqueras mutado en piadoso con voto de silencio. Tal vez ambos nos sorprendan pronto con sus planes de futuro, si es que los tienen. Tiempo han tenido para pensar. A simple vista, lo único claro es que los posconvergentes están sumidos en la búsqueda de candidato. Mientras, los republicanos, antes indepes que de izquierdas y sobre todo antimonárquicos, viven empeñados en aparecer como la alternativa pragmática. Los primeros están instalados en la negación permanente; los segundos quieren ser piedra angular de los futuros Presupuestos del Estado y rezando para que Quim Torra sea inhabilitado lo antes posible. El problema no es el desgobierno por falta de sintonía entre los dos socios, sino la ausencia de Govern.

Disfrutamos de una proverbial facilidad para enterrar en el olvido cosas que en algún momento sacuden la vida política. La derogación de la reforma laboral pasó como una estrella fugaz y murió tan rápido como nació; de unos nuevos Pactos de la Moncloa ya no se habla después de hacer correr ríos de tinta; la Comisión de Reconstrucción ni se menta y prácticamente no interesa a nadie. Y qué decir de la mesa de negociación Cataluña-España que ahora reclaman con ansiedad desde ERC. Es difícil saber ya quién engaña a quién. Estoy convencido de que Pedro Sánchez torea a todos para sobrevivir cuanto tiempo le sea posible; mientras que al PP le pierde la ideologización, atrapados en la maraña de la teoría, ajenos a los intereses incluso de su público natural.

Después de todo, huérfanos políticos los hay de todo color, no solo nacionalistas o catalanistas, como se prefiera. Cuando se supo que Salvador Illa ocuparía el Ministerio de Sanidad, coincidí con un amigo común del ministro. Tras ser una persona clave en las negociaciones con ERC en la mesa de diálogo, conveníamos que tal vez se hizo por tratarse de un ministerio vacío de competencias --de hecho, Podemos no lo quiso por eso--, que le permitiría dedicarse a aquel cometido. Se nos ocurrió apostillar que “mientras no salga una vaca loca…” ¡En mala hora la ocurrencia! Aunque, visto lo visto, justo es admitir que ha adquirido un reconocimiento impensable entonces. Puesto que el PSC ha desaparecido de la escena política, tanto barcelonesa como catalana, quizá sería una alternativa con cara y ojos para la Generalitat.

Es como si todo fuese fungible, todo se deglute a velocidad de vértigo, trátese de proyectos, personas o cosas, como si el tiempo y la sucesión de acontecimientos tuviesen una capacidad infinita de deglutir todo. En el módulo de mujeres de la prisión de Brians (Barcelona) retiraron el gel hidroalcohólico porque las reclusas se hacían cubatas con él, poco antes de esta vuelta a la anormalidad. Cada cual se lo monta como puede. Aunque, la verdad, me cuesta imaginar a Quim Torra, Oriol Junqueras o Carles Puigdemont celebrando las cosas con semejante bebedizo. Donde esté la ratafía…