En el mes de julio se presentó en Madrid el libro Fiscales de Película, en el que 35 fiscales comentamos una treintena de largometrajes en los que la figura del ministerio público forma parte nuclear del argumento. Eduardo Torres-Dulce, ex fiscal general del Estado y autor del prólogo, abunda en una tipología del fiscal como un personaje “tirando a mal encarado, con la sangre de la acusación chorreándole por la negra toga, que disfruta acusando implacablemente, con delectación de verdugo, al pobre e inocente acusado”.

Podría afirmar, sin temor a equivocarme, que si se hiciera una encuesta sobre la imagen que la sociedad tiene del fiscal arrojaría resultados desalentadores. Buena parte de la ciudadanía destacaría el papel del fiscal como acusador penal, obviando otras funciones. Está claro que los fiscales imponemos; esto es una especie de anatema profesional.

La ya vetusta Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882 configura al fiscal español más allá de un mero órgano acusador. Así, su artículo 108 le obliga a entablar, junto con la acción penal, la civil de indemnización o resarcimiento a los perjudicados. Y el artículo 773.1 le impone velar tanto por el respeto de las garantías procesales del investigado como por la protección de los derechos de las víctimas y los perjudicados, lo que supone una evidente finalidad tuitiva y una emanación de las funciones señaladas en el artículo 124 de la Constitución de 1978.

El Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal de 1981 insiste en este perfil pro-perjudicado. Su artículo 3.10 establece que corresponde al ministerio fiscal velar por la protección procesal de las víctimas y el artículo 4.6 le faculta para el establecimiento en las fiscalías de centros de relación con las mismas, lo que llevó a la Fiscalía General del Estado a dictar la Instrucción 8/2005, en la que se subraya que la víctima tiene que ser amparada, su dignidad protegida y reconocidos sus derechos a la información y comprensión; todo ello tal y como imponen las normas legales comunitarias y que recuerda la Instrucción 2/2008. Destacar también, en este sentido tuitivo, la instrucción 7/2005 sobre el Fiscal contra la violencia sobre la mujer, o la 4/2004 de protección de las víctimas de violencia de género, que creó la figura del fiscal de violencia de género.

En materia organizativa interna se ha creado la figura de fiscal de sala para la protección de las víctimas en el proceso penal y se ha implementado también en todas las fiscalías provinciales un fiscal delegado para su atención.

De manera que el fiscal hoy se articula en España como un promotor de la justicia en defensa de los derechos fundamentales de los ciudadanos, y así, los derechos de las víctimas se constituyen como bienes jurídicos de especial protección.

Quizás cueste ver que cuando el fiscal acusa de un delito a una persona está ejercitando la acción penal contra el acusado, pero también defendiendo a la sociedad y a las personas cuyos derechos o bienes jurídicos han sido cercenados. Se podría afirmar que no tanto se acusa a un ciudadano como se defiende la ley atacada, ante lo que ni el Estado ni la sociedad pueden permanecer indiferentes. Ejemplos recientes son el llamado juicio “del procés y el caso de “la manada” de Pamplona. En el primero, el fiscal ha defendido con ahínco y brillantez a toda la sociedad española como titular de la soberanía nacional reconocida en la Constitución de 1978. En el segundo, a la mujer víctima de un delito de violación por el atentado a su libertad sexual.

El fiscal español está informado por el principio de legalidad y actuamos con estricta imparcialidad respecto de todos los intervinientes en el proceso. Incluso, y aún cuando no puedan ser considerados estrictamente como víctimas, la ley atribuye al fiscal importantísimas funciones en defensa de los llamados “colectivos de especial protección”: la superior dirección en la tutela y protección de los menores de 14 años; la intervención en procesos civiles en representación de menores e incapaces; la defensa de los consumidores y usuarios mediante el ejercicio de las acciones de defensa de sus intereses o la vigilancia de los centros de la tercera edad a fin de detectar posibles situaciones anómalas respecto a la capacidad de las personas o internamientos involuntarios, entre otros. El fundamento de nuestra intervención es única y exclusivamente la tutela de los derechos fundamentales de las personas.

Pero, más allá de nuestras obligaciones legales, constituye un signo distintivo y vocación de los fiscales la protección de las víctimas del delito por encima de la mera pretensión acusatoria contra el delincuente. Es significativo lo que un día me trasladó una compañera en referencia a los enormes perjuicios que a la salud, a la capacidad laboral y a la integridad física de las personas significan los siniestros en el trabajo: “A mí no me importa tanto la condena penal del culpable como que la indemnización que perciba el trabajador sea la adecuada al mal sufrido, presente y futuro, y que le pueda garantizar una vida digna”.


Francisco Javier Montero Juanes es miembro de la Asociación de Fiscales