De no haber sido por el confinamiento, en marzo del año pasado hubiera ido a Cracovia y desde allí visitado el campo de concentración de Auschwitz.

Llevo muchos años con esta escapada en mente, pero lo que me animó finalmente a mirar billetes de avión fue ayudar a un alumno de segundo de Bachillerato a leer en inglés El niño con el pijama de rayas, de John Boyne. Mi alumno era un adolescente peculiar: despierto, inteligente y curioso --estaba al día de la política española y era capaz de recitar de memoria todos los gags del Polònia en los que aparecía Franco--, pero a la vez vago y provocador, lo que no le hacía ningún favor. Acudía a mis clases de refuerzo vestido con camisetas de Donald Trump y me soltaba “perlas” del tipo que él votaría a Vox para poner freno a los homosexuales, que su museo favorito era el Valle de los Caídos, o que el coronel Tejero había sido un héroe. De esta forma, sabía que acabaríamos discutiendo sobre política y se escaquearía de estudiar inglés.

Sin embargo, algo cambió mientras leíamos juntos El niño con el pijama de rayas: el impacto que le causó descubrir el horror de Auschwitz desde la óptica de un niño inocente le sirvió para entender de una vez por todas que hay temas con los que no se puede hacer broma.

No sé si este año conseguiré ir a Cracovia. Si lo hago, será mi segunda vez en Polonia. La primera fue hace cuatro años, con mi padre y mi tío. Fuimos primero a Varsovia y de allí alquilamos un coche hasta Gdansk, en el norte, para después coger un autobús que nos llevaría hasta Kaliningrado, el verdadero objetivo de nuestro viaje. Fue mi abuelo quien me había metido en la cabeza la idea de visitar ese enclave ruso aislado en el Báltico, porque allí, cuando todavía era Königsberg, la antigua capital de Prusia Oriental, había nacido su adorado Kant. (la antigua ciudad alemana quedó totalmente arrasada durante la Segunda Guerra Mundial y pasó a llamarse Kaliningrado al ser anexionada por la Unión Soviética).

Guardo muy buen recuerdo de ese viaje, como ocurre cada vez que viajo a un país del este de Europa. Me pierde la estética comunista, con sus colosales monumentos en honor a los caídos de las guerras, los edificios de arquitectura brutalista, los mosaicos de atletas y astronautas en las paredes, y la nostalgia que respiran sus ciudades.

Sin embargo, si este año vuelvo a Polonia, dejaré a un lado mi interés por el legado comunista y me centraré en su pasado judío. Empezaré por Auschwitz y después me montaré una ruta en función de los lugares que aparecen en La familia Moskat, un novelón de Isaac Bashevis Singer, autor de origen judío-polaco de que quien ya he hablado más de una vez esta columna. Singer, premio Nobel de Literatura en 1978, creció en el seno de una familia ultraortodoxa judía de Varsovia hasta que emigró a Nueva York, en 1935, con treinta y pocos años.

¿Cómo era el día a día de los más de 3 millones de judíos que vivían en Polonia a principios del siglo XX? ¿Dónde trabajaban, veraneaban, se divertían? ¿Cómo vivieron el antisemitismo creciente después de tantos siglos viviendo en el país que tan bien los había acogido? ¿Cómo convivían las comunidades ultrarreligiosas con los que abrazaron la modernidad y el secularismo? ¿Por qué unos decidieron quedarse en Europa y otros deseaban emigrar a América o Palestina? A partir de los personajes de una familia acomodada de Varsovia, los Moskat, Singer responde a todas estas cuestiones y nos deja un valioso testimonio de una cultura que los nazis se encargaron de eliminar.

La primera parada de mi peregrinaje literario será Varsovia, donde exploraré a fondo el barrio de Prada; después iré en tren hasta Otwotsk, un suburbio residencial en las afueras de la capital, donde las familias judías de clase media se asentaban en verano para respirar aire puro. Tengo curiosidad por ver sus peculiares mansiones de tejados amplios y porches de madera, mezcla de estilo ruso y chalet suizo. Son muestras del “estilo Świdermajer”, un estilo arquitectónico que se desarrolló entre finales del XIX y principios del XX alrededor del ferrocarril que unía Varsovia con Otwotsk, bordeando el Vistula. Tras la invasión nazi, Otwotsk fue convertida en un gueto judío y sus habitantes (unos 15.000) fueron deportados a campos de exterminio o ejecutados en plena calle.

Otra parada en mi ruta será Lodz, una ciudad del interior del país, que llegó a ser uno de los centros industriales y multiculturales más importantes de Europa hasta la crisis del 29. Lodz contaba con una numerosa población judía y muchas fábricas textiles eran propiedad de empresarios de esta comunidad. Una amiga polaca me comentó que muchas de estas antiguas fábricas se pueden visitar. Detalle: los nazis montaron en Lodz un gueto con más de 200.000 judíos, el segundo más grande después de Varsovia, y el último en cerrarse. Sólo 900 personas sobrevivieron, según Wikipedia.

También quiero ir a Zakopane, una pequeña ciudad situada a los pies de los montes Tatras, una cordillera conocida como “los pequeños Alpes”. Rodeada de bosques y montaña, Zakopane se convirtió a principios del XX en un destacado centro de reunión para los judíos “modernos” (profesionales liberales, intelectuales...) que se atrevían a ir en pantalón corto y practicaban alpinismo o esquí, explica Singer. En Zakopane también se desarrolló un estilo arquitectónico peculiar, mezcla de chalet suizo y Art Nouveau. Se ve que el estilo suizo se puso muy de moda después de la Exposición Universal de Viena, en 1873.

Por último, he marcado en el mapa Terespol, ciudad fronteriza con Bielorusia, que en la novela de Singer representa la Polonia rural, fronteriza con la URSS, donde habitaban los judíos más conservadores. Los judíos de esta región fueron los primeros en sufrir persecuciones o ser expulsados, especialmente bajo la ocupación rusa, durante la Primera Guerra Mundial.  “¿Adónde demonios se dirigían esos malditos anticristos? ¿A qué bando pertenecían en la guerra? ¿Qué querían? ¿Por qué no adoptaban esos perros la verdadera fe ortodoxa? Sintieron ganas de agarrar a esos ateos por las barbas o por aquellas malditas melenas, o de clavarles una bayoneta. Sus manos apenas podían abstenerse de arrancar las pelucas de sus mujeres, o de averiguar qué llevaban las jóvenes debajo de sus vestidos”, escribe Singer.