En primer lugar, feliz año 2022, un año que a mí, por algún extraño motivo subconsciente, me hace pensar todo el rato en una canción que cantaba el Dúo Sacapuntas en el programa Un, dos, tres hace más de 30 años, y que decía así: “Veintidó. Veintidó. Veintidó, veintidó, veintidó”.

En internet he encontrado un par de vídeos en los que aparece el famoso dúo de humoristas disfrazados de toreros andaluces coreando la muletilla junto a mi adorada Mayra Gómez Kemp, y ahora, mientras escucho en bucle el “veintidó” en la tableta, mi hijo de un año se agarra a mi pierna para suplicarme que le ponga vídeos de “guau guaus”. Accedo a sus deseos, por supuesto, sabiendo que en menos de un minuto se hartará porque otra cosa le habrá llamado la atención.

Podría estarme horas observando a mi hijo. Me fascina su curiosidad insaciable, saber que cada día tiene por delante tantas cosas nuevas por descubrir, y siento unas ganas inmensas de viajar con él a donde sea. Que se acabe de una vez esta pesadilla del Covid, por favor. Covid go home es lo único que le pido a dos mil veintidó. Quiero coger un avión sin mascarilla, olvidarme de certificados y formularios interminables y poder pasear con mi hijo por Moscú, Mallorca o Berlín mientras le cuento que fue allí, precisamente un fin de año, cuando descubrí que quería ser periodista o supe lo que era tener acidez.

Si no calculo mal, diría que fue el fin de año de 2005. Después de pasar las Navidades en Barcelona, mi pareja de entonces, que trabajaba como corresponsal, y yo regresamos a Berlín el mismo día 31 de diciembre, en un vuelo que aterrizaba a las diez y media de la noche. Del aeropuerto cogimos un taxi y nos fuimos directamente al piso de unos amigos periodistas, que habían organizado una cena de Nochevieja junto a otros periodistas, a los que yo, que en aquel momento todavía no era periodista, consideraba unos aburridos porque solo hablaban de política. El único aliciente era que nos habían guardado ostras, compradas ese mismo día en el KaDeWe, los glamurosos grandes almacenes del Berlín oeste, y unos pastelillos húngaros de semilla de amapola que me gustan mucho.

La conversación, por supuesto, giró en torno a política (Merkel había ganado las elecciones ese año) y se alargó hasta las cuatro de la mañana, y yo, que me aburría, me puse a beber un vino dulce de Hungría llamado Tokay junto al corresponsal de la radio húngara, un cincuentón llamado Peter que se apiadó de mí. Peter bebía para olvidar que su hija adolescente estaba en el apartamento de enfrente celebrando una fiesta loca con sus amigos y el olor de la marihuana se colaba por la puerta. Entre copa y copa de Tokay, Peter me contó que el Museo de Bellas Artes de Budapest albergaba una de las colecciones de pintura barroca española más importantes de Europa, incluidos unos magníficos cuadros de El Greco. “¿Por qué no escribes un reportaje sobre el tema, a ti que te gusta el arte?”, me provocó.

De regreso a casa, mientras los fuegos artificiales seguían iluminando la noche berlinesa y la nieve se fundía bajo nuestros pies, le dije a mi ex que me gustaría ser periodista. “¿Todavía sigues con eso?”, me preguntó, pasándome un brazo por encima de los hombros (yo creo que para no caerse al suelo). Me acosté optimista, pensando en que tenía que viajar a Budapest lo antes posible. Al día siguiente me compré los billetes de avión, pero juré que el Tokay no lo volvería a probar. Al menos sin tomar antes un omeprazol. Feliz dos mil veintidó.