Me trae sin cuidado si la visita de Yolanda Díaz al Papa es una operación de márketing de la vicepresidenta, o un meditado contacto político a alto nivel --bendecido por Pedro Sánchez-- entre el Gobierno de España y el Vaticano. Considero que ambas cosas son compatibles, complementarias y útiles para amortiguar los bramidos apocalípticos que profiere la extrema derecha y el clero ultramontano español.

En cambio me cuesta aceptar que Macarena Puentes, nada menos que toda una secretaria de Comunicación del PP de Madrid, haya osado calificar de cumbre comunista el encuentro del pontífice con la ministra Díaz. Me preocupa la frase de la dirigente popular, no por lo que dice, sino por lo que ignora. Seguramente la señora Puentes desconoce las tesis de la reconciliación nacional y el denominado diálogo cristiano-marxista que generó abundante literatura hace unas décadas.

A finales de los años 70 del pasado siglo, Santiago Carrillo decía: “Hoy ya no podemos ver la religión como el opio del pueblo, sino que en amplios sectores del cristianismo hay actitudes favorables a las clases oprimidas”. Quizás a nuestras Macarenas de turno les convendría repasar la historia y consultar en internet las biografías del padre José María Llanos, de José María Díez-Alegría, de García Nieto y, sobre todo, de pensadores como Alfonso Carlos Comín.

A los que se rasgan las vestiduras por el encuentro entre la comunista gallega y Bergoglio, les recomiendo leer las aportaciones de Comín respecto a la renovación del pensamiento cristiano. También les animo a estudiar su vínculo y experiencia vital bajo la dictadura franquista con organizaciones afines al comunismo. Cuesta creer que los ultras católicos olviden que, inspirándose en la Teología de la Liberación, nació el movimiento Cristianos por el Socialismo para luchar contra las desigualdades sociales y a favor de los oprimidos.

Con estos precedentes, y muchos más que sería excesivo señalar, a nadie debería extrañar el apretón de manos de una ministra de un Gobierno progresista con un pontífice latinoamericano con sensibilidad social. ¿Acaso no es reconfortante que nuestras autoridades políticas, o religiosas, aborden el problema del trabajo asalariado, las consecuencias del cambio climático y los efectos de la pandemia?

Desconozco cómo ha sentado en el seno del PP, o de Vox, el contenido de la encíclica Fratelli Tutti, o el de la Laudato si. Mucho me temo que no las han leído; creo que les importa un bledo su contenido. La discrepancia de los sectores más conservadores de la Iglesia española con el Papa se palpa cuando estos muestran, sin recato, su perplejidad día tras día ante las declaraciones e iniciativas políticas del pontífice.

Al despropósito, puntual si se quiere, de Macarena Puentes, hay que añadir los desabridos comentarios de Isabel Díaz Ayuso respecto a la autocrítica papal a la labor apostólica de la Iglesia en América; la acidez de la presidenta de Madrid ha conseguido descolocar a la misma Conferencia Episcopal.

La guinda del pastel la ha puesto el incombustible Paco Marhuenda con un artículo que lleva por título Un Papa antiespañol, en el que acusa al argentino “de chapotear en el barro del falso progresismo de la izquierda sectaria”. Patético y triste a la vez. A estas alturas del serial, lo destacable ya no es si Yolanda Díaz se está confeccionando un traje a medida para aspirar a la Moncloa (personalmente creo que sí); lo relevante es el tormento de los celos que se ha apoderado de la derecha española al ver una roja y al Papa sonreír en el Vaticano.