Como todos los columnistas de Crónica Global son una pandilla de intelectuales y analistas preocupadísimos por la marcha del mundo y los asuntos importantes, ya ayer comprendí que me iba a tocar a mí comentar el tema que de verdad más interesa a los lectores. Que es la ruptura entre la señora Isabel Preysler y el justamente laureado escritor Mario Vargas Llosa. Como el lector seguramente sabe, porque los dos miembros de la pareja han hecho públicas y publicitadas sus relaciones, el novelista ha abandonado la casa en Puerta de Hierro donde convivía con la señora Preysler y se ha vuelto a su piso en el centro de Madrid, para ahí empezar una nueva vida un poco más solitaria y quizá a escribir un nuevo libro, sentado a su escritorio y frente a la estantería donde se alinean los de Azorín.

Sobre los motivos de la ruptura, que ambas partes califican de irreversible, circulan en los cenáculos periodísticos versiones diferentes, pero no le doy a este tema mucha importancia; lo que me atrae del caso es su gran potencia simbólica. El escritor y la dama mundana son dos arquetipos. Referencias ejemplares de sendas ideas de la vida, sendas maneras de pasar por esta vida, sin duda marcadas ambas por el sello de la excelencia, aunque muy diferentes. Tan diferentes que su unión, hace años, sorprendió a todo el mundo, como “el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas” en la formulación del conde de Lautréamont que los surrealistas de Breton reivindicaron como explicación de su estética disruptiva, o revolucionaria, que desafió a la razón convencional con la irrupción del onirismo, la arbitrariedad, el capricho, el arrebato...

A mí también me sorprendió, y me pareció una nueva demostración de la energía fabulosa, telúrica, de Vargas Llosa para reinventarse (de la señora Preysler no opino, pues la respeto como a todo el mundo pero no he pensado apenas en ella). Desde que leí, siendo adolescente, los dos exigentes tomos de Conversación en La Catedral, he leído casi todas sus novelas y sus ensayos. He admirado la fuerza de su imaginación y la seriedad de su compromiso intelectual, y también he detectado sus flaquezas, o lo que me parecía serlo. Me he rendido de admiración ante su creatividad literaria realmente excepcional y su rigor flaubertiano, con logros emocionantes, obtenidos sin duda gracias a su talento natural pero también a su laboriosidad estajanovista.

Recuerdo que el momento de colapso cuando leí el final de Travesuras de la niña mala, que algunos equivocadamente han criticado como obra de decadencia. Sólo con algunas de las novelas que ha escrito queda más que justificada la vida de cualquiera. Entonces, pensaba yo, observándole a distancia, ¿para qué demonios este hombre tiene que embarcarse en experimentos como encabezar una candidatura política, de corte liberal, a la presidencia del Perú, y dar mítines, y dormir en hoteles provincianos y estrechar las manos de los desconocidos (en vano: perdió las elecciones pero, a la vista de lo que ha pasado después, mejor hubieran hecho sus compatriotas en votarle)?

Y más adelante, habiendo entrado ya en años, ¿qué demonios le empujaban a no sólo escribir para el teatro, sino también a subirse en persona al escenario madrileño, disfrazado no sé si de rey o de mago, y recitar diálogos que tuvo que aprenderse de memoria? ¿Y luego, en fin, al asunto Preysler?

Pensando en ello, lo veo todo relacionado con su bonita cabellera blanca, peinada con elegante onda. Son todo manifestaciones de algo de un orden superior a la literatura: manifestaciones de una idea de la vida como aventura en la que hay que meterse de cabeza y sin miedo.

En este sentido y aunque, por supuesto, lo mejor de él son sus novelas, da igual que escriba, que actúe, que se case o se divorcie. Todo lo que hace es hímnico. Ahora empieza otra vez algo. ¡Nueva aventura!