Dar prioridad al voto por la estabilidad --que, en términos de siglas de partidos, puede ser el mal menor-- tiene consecuencias más positivas que el desahogo que suele ser el voto de castigo. Si el votante no tiene la ilusión del voto a favor --reticencia no pocas veces justificada-- la alternativa razonable no es el voto en contra. Tal vez sea más sustancial aportar un voto táctico pro-estabilidad, sobre todo cuando la urdimbre de pactos no tiene un horizonte claro porque no es menor el riesgo de un bloqueo al terminar el recuento de hoy o, más tarde, si en la suma de escaños para trenzar una mayoría de gobierno no se logran pactos consistentes.

Las instituciones requieren estabilidad. La economía también. Y sobre todo, la necesita la convivencia. España necesita estabilidad para atraer inversión extranjera, consolidar el crecimiento económico --es decir, crear empleo-- y tener una presencia de cada vez más efectiva en los mecanismos de poder de la Unión Europea. Hace falta estabilidad para enfrentarse al enemigo exterior, sea el islamismo o la ciberguerrilla. Sin estabilidad no funciona el ascensor social y los procesos democráticos se ven alterados por la falla tectónica que generan los extremismos. Se hacen mucho más difíciles las políticas de Estado. Es algo a tener en cuenta a la hora de votar. Dejémonos de empatías y carismas televisivos: Huntington ya advertía que las expectativas no debieran ser siempre consideradas como realidad porque uno nunca sabe cuándo va a ser decepcionado. Pero la decepción no nos libera del deber de ser reflexivos al participar en las tareas del bien común.

De lo que decidan los ciudadanos que hoy se acercan a las urnas depende ahora esa estabilidad imprescindible. España lleva demasiado tiempo en una situación inestable, desde el impasse que dejó al país sin Gobierno hasta el retorno precario de Mariano Rajoy y los pocos meses, estériles, de gobierno de Pedro Sánchez después de una moción de censura sustentada por facciones parlamentarias como mínimo insólitas. Desde la Transición, los períodos más estables han sido los más prósperos y los más adecuados para las reformas. Lo mismo ocurre en la historia de la España moderna: pongamos por caso, con la restauración alfonsina. No en vano, regían entonces y ahora las constituciones más longevas y estables.

Más todavía, Cataluña necesita estabilidad para recuperar la confianza en sí misma después del estropicio secesionista que provocó la marcha de empresas y una pérdida de la capacidad de atraer inversores. Y, de nuevo, necesita estabilidad para reconstituir la convivencia en una sociedad fracturada, de cada vez más perpleja por las anomalías a las que se ha llegado por, en buena parte, desconsiderar los riesgos de la inestabilidad. Aunque en algunos casos --como TV3-- se vea imposible, hará falta mucha estabilidad y sentido del interés público para que las instituciones autonómicas de Cataluña se ganen de nuevo la credibilidad que la ciudadanía merece como garantía de juego limpio y constitucional.