Nunca nuestra generación tuvo un año como 2020. De los malos de verdad. Llegó la Navidad y muchos no sabíamos si felicitar, dar el pésame por todo lo vivido o, como en la plaza, desear suerte y al toro. Se nos fueron padres o abuelos sin un funeral en condiciones, dos millones de españoles se contagiaron de Covid. En casa, primero caí yo, luego mi hijo. Para los españoles más mayores, han sido meses de no poder asomarse a la calle ni tomarse un café de bar. También de rezar mil rosarios o cruzar los dedos para que el virus no entrara en sus residencias.

“Al hospital ni hablar”, me decía mi madre de 84 años cuando se quedaba sin oxígeno. Aburrida de no poder siquiera fumar, pedía morirse en familia. Así fue. Días antes de Navidad --maldita sea-- falleció en su domicilio víctima de un enfisema. Otros 25.000 ancianos, de esa generación a la que nada se le dio gratis, fallecieron en las residencias.

Los años malos son un clásico de la historia de la humanidad. Mis abuelos y bisabuelos nunca quisieron hablar de la Guerra Civil. Preferían los “avis” catalanes salir conmigo a pasear por Las Ramblas de Barcelona o ir al Liceu. Los manchegos me llevaban a su tienda de Albacete, a cortar telas y comer pipas. 

No querían contar lo sucedido. Tardé en saber que a un hermano del abuelo Pepe le fusilaron los rojos, que a otro familiar le hicieron la vida imposible los nacionales, que una niña se les murió en el 36 de meningitis, que a varios familiares se los llevó el tifus y a otros el hambre. Sus hijos, mis padres, crecieron convencidos que los años siguientes serían mejores; se alegraron de poder votar, de mi juventud universitaria, de mi independencia…

Ahora que los dos se han ido y me he quedado primera en la línea de salida, presumo que mis padres nunca imaginaron que un virus, en pleno siglo XXI, dejaría a la sociedad española atemorizada, empobrecida y deseando creer --aunque con escepticismo-- que las ayudas de Europa nos sacarán del agujero producido por una caída del 12% del Producto Interior Bruto. Tampoco pensaron que sus nietos iban a desconfiar del futuro y a gritar su descontento por la democracia en que viven.

Mucho menos imaginaron que alguien como Donald Trump pudiera presidir los Estados Unidos de América. “Quin ximple”, decía mi madre cuando salía en televisión. Debido a su catalanismo culto y profundo, tampoco admiraba a los gobernantes locales. Aparecía Quim Torra y ella, que nunca perdió la ironía, cantaba: “jo sóc català, porto barretina i a qui em digui res li tallo la sardina”.

En los setenta, le pedí a mi padre libros que explicaran la España de su juventud y me entregó El Jarama, publicado por Rafael Sánchez Ferlosio. Así conocí a ese escritor cuyo falangista progenitor --Rafael Sánchez Mazas-- se convirtió décadas después en personaje de Los Soldados de Salamina, la novela de Javier Cercas. Quizás porque me lo aconsejó José Mari, con quien nunca me llevé bien, pero al que siempre quise (sigo buscándolo en sus cartas, en sus libros), acabé leyendo todo lo que escribió aquel extraordinario prosista.

Durante el pasado diciembre, que ha sido mi mes más cruel, he estado enfadada con todos, hasta con el cielo: mi madre no pudo llegar al 25 y ver a su nieto que trabaja en el extranjero. Entre brindis y alguna lágrima (“ni se te ocurra llorar, que yo he vivido mucho y bien”, me advirtió), he releído estos versos de Sánchez Ferlosio: “Vendrán más años malos y nos harán más ciegos; vendrán más años ciegos y nos harán más malos. Vendrán más años tristes y nos harán más fríos y nos harán más secos y nos harán más torvos”.

Los últimos indicadores de la economía española, con un paro que se acerca a un 17% al cierre del pasado ejercicio, me hacen temer que 2021 no sea tampoco un año de los buenos. La vacuna abre esperanzas, pero el sector privado necesita más estímulos. Dejen de poner horarios absurdos y dedíquenle una buena parte de las ayudas de Europa.

El cierre de la cuenta de Trump en Twitter me ha devuelto algo el optimismo. No podemos dejar que la ira que llena las redes se refleje en la sociedad, convirtiendo el inicio de nuestros años veinte en un páramo de sequedad, de ultranacionalismos populistas. Jóvenes, adultos y ancianos necesitamos estabilidad y respeto por el estado de derecho. Antes de que nos invadan nuestros particulares Capitolios, actuemos para conquistar más años buenos