El pasado domingo me vacuné. Lo hice cuando prácticamente había tirado la toalla y me inclinaba, tras intenso soliloquio shakesperiano, por no pasar por semejante trance. Como otros de mi franja de edad había recibido, diez o doce días atrás, un correo en el que se me invitaba a pedir lugar, día y hora para recibir la primera dosis de la vacuna. Ese aviso coincidía con el bombardeo diario de noticias alarmantes referidas a los posibles efectos secundarios de la vacuna de AstraZeneca, ya saben: trombos, ictus, parálisis facial y unas cuantas cosas más y ninguna buena. Poca broma. Ponerse una vacuna --como decía muy acertadamente mi compañero Carlos Marmol en su columna en este medio-- no debe suponer en modo alguno jugar a la lotería. Aunque yo optaría por emplear la imagen, o el símil, más propio de la teoría de probabilidades, de “jugar a la ruleta rusa”. Un disparo en la sien con solo una bala en el tambor de la pistola.

Ante una decisión de estas características de nada sirve el paliativo de los gráficos y las estadísticas reconfortantes que persiguen minimizar el asunto, y aún menos ayuda el cacareo cruzado, en forma de ríos de tinta digital, de partidarios y detractores, epidemiólogos, virólogos, catastrofistas y adeptos de la teoría conspiratoria reptiliana. Cuando el dilema, por reducción al absurdo, concluye con un “to be or not to be (vacunado)”, el empirismo, la certeza y la lógica se van al garete. Y cuanto más vueltas le da uno a la noria más confuso y desnortado acaba.

Es evidente que el hecho de vacunarse, o no, depende, en buena medida, de las circunstancias personales de cada uno. Por lo que a mí respecta, vivo plácidamente confinado desde hace años en un entorno rural, en el cual el máximo peligro --permítanme la broma, ya saben que soy guasón por naturaleza-- es ser arrollado por un tractor conducido por un tractoriano loco con careta de expresidente. Sin padecer trastornos de agorafobia, la muchedumbre, las aglomeraciones, se me hacen insoportables. No me encontrarán jamás en un lugar público en plena rush hour. Incluso cuando salgo a comprar lo hago a las dos de la tarde, cuando no queda ni el gato ni el tato, con doble mascarilla y, de ser preciso, con el bastón de ir a buscar setas, cuya medida, unida a la longitud de mi brazo, me permite mantener a raya «de seguridad» a todos los zombies que en este mundo son.

Pero radicalmente distinta es la situación de todos cuantos están obligados, por trabajo y quehacer cotidiano, a interactuar con muchas personas en espacios cerrados; del tributo inasumible pagado por los ancianos, diezmados en residencias y geriátricos; del personal docente y los alumnos en las aulas; de los cientos de miles, millones, de personas con las expectativas congeladas y la persiana del futuro echada. He paseado en varias ocasiones en las últimas semanas por una Barcelona que parece el escenario de una película postapocalíptica: por doquier se ven cientos de comercios en alquiler, venta o traspaso; hoteles cerrados; calles vacías, actividad paralizada casi por completo, seres que se mueven como sombras furtivas, huidizas, en medio de una atmósfera de derrota absoluta y decadencia. Y prácticamente el mundo entero está en las mismas.

La salida del túnel, no nos engañemos, está todavía muy lejos. Las vacunas se han desarrollado en un tiempo récord, acortando protocolos y tiempos, porque el coronavirus nos gana la partida día tras día, sumiéndonos en la confusión y el caos; en una diatriba bizantina que contrapone y obliga a elegir entre vida y ruina económica; sometidos a un continuo e incoherente bombardeo babeliano de órdenes y normas, modificadas de hora en hora; víctimas de la improvisación, de una nefasta praxis política, y de una guerra de espurios intereses comerciales entre multinacionales farmacéuticas. A todo eso sumen la inconsciencia y estupidez de buena parte de la ciudadanía, que con el hartazgo como excusa se pasa las más mínimas recomendaciones sanitarias por el arco de triunfo.

Y en medio de esa atmósfera que en muchos momentos roza lo insoportable están las cifras y sus bailes, los  datos incuestionables, la bofetada de la realidad. En cuestión de horas se alcanzarán los 3.000.000 de muertos en el mundo por Covid19; un 1.000.000 en Europa; casi 600.000 en USA; 360.000 en Brasil; 175.000 en la India, y no menos de 110.000 en España. El virus ha infectado a casi 140.000.000 de seres humanos. Y además, el muy cabrón, muta, como haría cualquier virus de casta. La vacuna, de ir mal dadas, podría significar pan para hoy y hambre para mañana, y ser solo parche momentáneo que supondría entrar en una rueda o espiral de interminables ciclos de vacunación anuales o bianuales...

Vacunarse o no vacunarse. Miles de personas ante la duda, por desconfianza y miedo, rehúsan hacerlo. Lo cierto es que prácticamente todas las noticias contribuyen a alimentar esa reticencia… Dinamarca desestima seguir utilizando AstraZeneca --222 casos de trombos entre 35 millones de vacunados--; Francia y Alemania estudian utilizar como segunda dosis sustitutiva vacunas de Pfizer o Moderna; la vacuna de Janssen --la cuarta en ser aprobada en la UE-- también ha provocado en EEUU trombosis en seis mujeres… La sensación de estar participando como conejillos de indias en un experimento a gran escala que parece escapar constantemente al control de todos es más que evidente. Por si fuera poco sabemos que la vacuna no nos librará de posibles contagios, que deberemos seguir manteniendo todas las normas de seguridad; ignoramos, además, cuánto tiempo de inmunidad otorgan esas vacunas; y no sabemos cuándo ni de qué modo recuperaremos la normalidad perdida…

Ahora sí, y con los preceptivos signos de interrogación: ¿vacunarse o no vacunarse? Yo opté por hacerlo, a pesar de todos mis temores. Y más que el deseo de volver abrazar y besar a seres queridos y amigos, o la actitud solidaria para con otros, me ayudó a decidirme una historia que siempre evoco en momentos de dilema que les dejaré, con su permiso, para terminar. Es solo una de las miles de historias maravillosas que encierran los libros de Carlos Castaneda, antropólogo al que los afortunados que vivimos los años de la contracultura libertaria hippie leíamos con absoluta devoción. Castaneda halló a Don Juan, un viejo indio yaqui, un chamán, un brujo, que le instruyó a lo largo de muchos años en el conocimiento que ellos habían heredado y preservado de la ancestral tradición tolteca; conocimiento cuya ascesis se basa y nutre de la impecabilidad de todos los actos y decisiones de nuestras vidas.

Como muchos otros días, Carlos Castaneda y Don Juan Matus salieron a caminar por el desierto de Sonora, buscando plantas medicinales y el aislamiento que requiere la transmisión del conocimiento. Andaban por el fondo de una estrecha cañada, un barranco de paredes escarpadas. Carlos, algo más retrasado, se detuvo y se agachó para anudar el cordón de uno de sus zapatos. Y eso estaba haciendo cuando una gran piedra, que arrastró a otras en su caída, se desprendió súbitamente desde lo alto del risco, yendo a estrellarse a pocos metros, ante sus ojos. Pálido, temblando, el antropólogo comprendió que de no haberse parado a atar su zapato hubiera muerto aplastado. Poco después, con el ánimo aún alterado, sintiendo que había vuelto a nacer, le comentó a Don Juan de qué modo portentoso la providencia, o el azar, le habían salvado.

Don Juan se rió con ganas. Y después, como siempre hacía, le fulminó con la mirada.

–No has entendido nada, Carlitos –le susurró–. El hecho de detenerte hoy para atarte ese cordón te ha salvado en última instancia de la muerte; pero otro día, cuando te pares a hacerlo, la piedra te alcanzará de lleno y morirás…

–Entonces nada tiene sentido. Si es así, me pregunto qué debemos hacer en cada momento...

–Solo hay una cosa que tú y yo podamos hacer en cada momento en este Universo, aterrador y maravilloso.

–¿Qué?

–¡Atarnos el cordón impecablemente!

Y rememorando a Carlos Castaneda fui yo y me vacuné. Impecablemente.