No recuerdo ningún momento de las últimas décadas en que se hablara tanto de liberalismo como en la actualidad. Nuestras élites andan revueltas y se aferran a lo liberal como garantía de desarrollo económico; como poso cultural distintivo; como corriente para proteger al humanismo de los avances tecnológicos; o como idea fuerza para acabar con radicalismos y populismos, especialmente de izquierda.

Escuchándolas, uno llega a creer que, si en la Edad Media fue la Iglesia la que supo preservar el saber clásico del oscurantismo y retroceso cultural de aquellos siglos, en este nuevo período de penumbras que vivimos, lo liberal es el refugio de los valores que conformaron las sociedades abiertas de ayer. Y si entonces fueron los monasterios los que, expandidos por Europa, fueron depósito del saber, hoy son las business schools las que, diseminadas por el planeta, forman a jóvenes con talento en las virtudes del libre mercado.

Una corriente que se da en todo Occidente y a la que no es ajena nuestro país, donde también abundan las voces que interpretan, a su manera, a Adam Smith. Precisamente releer al ilustre escocés sea una de las mejores maneras de aproximarse al sentido más propio del liberalismo que, a mi entender, se articula alrededor de las siguientes consideraciones.

Desde la economía, su defensa del libre mercado va acompañada de un reconocimiento del papel troncal de los poderes públicos, para garantizar eficiencia y ética en los mercados, y para otorgar carta de dignidad a todo ciudadano. A su vez, entiende que la economía nace de las humanidades, de las que no puede separarse para interpretar a las personas y sus comportamientos económicos. Y en lo político, la base del liberalismo es el respeto y reconocimiento del otro, aunque piense de manera muy distinta. Precisamente por ello, tradicionalmente ha jugado un papel de bisagra entre las corrientes dominantes de derecha o izquierda.

Miro a mi alrededor, y me cuesta identificar esos trazos en quienes no cesan de proclamarse defensores del liberalismo. Su saber académico se soporta en formulaciones matemáticas, incapaces de incorporar las dinámicas sociales, los anhelos y temores de los ciudadanos y, de ahí, sus sonoros fracasos. El último de ellos, la incapacidad por entender que, pese a una cierta recuperación de los equilibrios macroeconómicos, el malestar social se halla enquistado y puede explosionar en cualquier momento.

A su vez, resultan asombrosos sus planteamientos en materia regulatoria, que muy difícilmente van más allá de la reducción sistemática de los impuestos, cuando no de su eliminación, como en el caso del de sucesiones. Un tributo que, lejos de penalizar el trabajo o el consumo, como el IRPF o el IVA, grava la herencia y se constituye en el eje ético del buen capitalismo, aquel que premia a quien genera riqueza y no al heredero rentista. O su aspiración por privatizar y desregular todo, siempre y cuando, lógicamente, sus intereses se hallen bien protegidos por la regulación correspondiente. Y en lo político, su rechazo sistemático del adversario no se distingue en nada de las actitudes sectarias de las opciones radicales.

Para salir del embrollo en que nos encontramos, necesitamos recomponer una verdadera corriente liberal, que debería empezar por desenmascarar a quienes distorsionan su personalidad, empezando por el legado de Margaret Thatcher quien al pronunciar su paradigmática “No hay tal cosa como la sociedad. Hay hombres y mujeres y hay familias” solemnizó la demolición de lo liberal.