En España llevamos ya, por suerte, más de 40 años de democracia. Vivimos, por vez primera en nuestra multisecular historia colectiva, más de cuatro décadas de existencia de un Estado de Derecho democrático y social, en paz y en libertad. Esto es así, y así es unánimemente reconocido en todo el mundo, por parte de la totalidad de las instituciones y organizaciones internacionales y también por parte de todos los restantes Estados de Derecho democráticos, sin excepción ninguna.

A pesar de todo ello, con una cabezonería digna sin duda alguna de mucho mejor empeño, siguen existiendo en España quienes una y otra vez niegan algo tan obvio. Es en Cataluña donde esto se produce con una intensidad muy particular. A la vista de lo que llevamos vivido y sufrido durante estos últimos diez años, parece que algo así como dos millones de ciudadanos catalanes asumen las tesis expuestas una y mil veces por el conjunto del movimiento secesionista durante esta última década. Unas tesis defendidas y difundidas hasta la mismísima saciedad tanto por parte de los dirigentes de todos los partidos separatistas, y asimismo por parte de todos los líderes de las organizaciones secesionistas, como también por los tres últimos presidentes de la Generalitat --Artur Mas, Carles Puigdemont y Quim Torra--, todos o casi todos los miembros de sus sucesivos gobiernos y sus correspondientes portavoces institucionales, parlamentarios u orgánicos, así como por infinidad de cargos públicos de estas formaciones políticas y sociales. Y, conviene recordarlo, por sus potentes y muy numerosos altavoces mediáticos, tanto desde no pocos medios de titularidad y propiedad privada, como especialmente desde casi todos aquellos que deberían ser públicos, pero que suelen actuar como simples aparatos de propaganda política.

La repetición martilleante e incesante de estas tesis de descalificación absoluta de la existencia en España de un Estado de Derecho democrático y social ha dado sus frutos. El error político principal de los gobiernos del PP presididos por Mariano Rajoy no fue, como muchos hemos defendido durante estos años, no saber encontrar respuestas y salidas políticas a un problema que en esencia es político. Su principal error político y estratégico fue no dar una respuesta argumental firme y razonada a las reiteradas mendacidades propagadas desde las filas separatistas.

Por muy graves que hayan sido los innumerables errores que el PP cometió respecto al reto planteado al Estado por el secesionismo catalán, ninguno ha tenido una trascendencia mayor que su incapacidad palmaria para rebatir con argumentos jurídicos y políticos, no necesariamente judiciales, las reiteradas falsedades que el separatismo catalán ha propagado y difundido durante todos estos años apenas sin ninguna réplica institucional, más allá de las pocas o muchas personas que, desde la misma Cataluña, y en concreto desde las filas del constitucionalismo y de la catalanidad democrática, no hemos cejado ni un solo instante de defender la existencia en España de este Estado de Derecho democrático y social que tanto nos costó conquistar y que no estamos dispuestos a que nadie lo convierta, una vez más, en un nuevo paréntesis en nuestra historia colectiva.

Ya sería hora de recuperar e implantar de una vez por todas aquella asignatura denominada Educación para la Ciudadanía. Aquella materia escolar, que el PP y gran parte de sus altavoces mediáticos ultramontanos atacaron con gran saña, hubiese sido un buen antídoto a tanta ignorancia política, a tanto y tan grave déficit de conocimientos de cuáles son los fundamentos de un Estado de Derecho democrático y social. Cuando este tan alto déficit de conocimientos y esta tan escandalosa ignorancia democrática se extiende incluso entre un número muy importante de dirigentes políticos y sociales, entre tantos articulistas, opinadores, contertulios y periodistas, la Educación para la Ciudadanía se impone como una urgencia nacional.