Cuesta entender porque, a estas alturas, personas como Ramón Tamames y Xavier Trias han decidido regresar a la arena política. Sin duda, el factor humano no es ajeno a ello y puede tener un peso decisivo, como si a su edad estuviesen ante el último tren que pasa por sus vidas. Es como si ambos surfeasen sobre una ola de nostalgia del pasado que atraviesa la sociedad, convencidos quizá de que la nueva generación de políticos carecen de sentido de Estado y les resulte dudoso creer que sepan hacer política más allá de la confrontación permanente. Aunque cada uno de ellos se plantee el retorno en escenarios y con objetivos diferentes, lo hacen en un momento común en el que las palabras se han convertido en piedras que vuelan sobre nuestras cabezas.

“Porque me lo han pedido” es la respuesta de Xavier Trias a quien le pregunta la razón por la que se ha metido en la batalla electoral por la alcaldía. La cuestión es saber quién se lo pidió. El mismo añade que lo hicieron, por ejemplo, Jordi Pujol y Artur Mas, el mismo que le pidió hace ocho años que dejara vía libre a la lista más votada, la de los comunes. Cada cual escucha a quien quiere y escoge los consejeros que considera oportunos. También puede ser una forma de sacarse una espina clavada desde 2015 cuando tuvo que abandonar la alcaldía tras el interesado consejo del entonces presidente de su partido y la Generalitat.

En todo caso, parece que estemos ante una conjunción astral de egos y vanidades con un encomiable deseo de salvar España y Barcelona respectivamente. La diferencia es que uno, aun reconocida su altura intelectual, sabe perfectamente que la moción de censura patrocinada por Vox no tiene recorrido alguno, ni en el acto parlamentario ni a posteriori, y servirá para que desde el Gobierno y aledaños se machaque al PP. Tampoco creo que tenga la más mínima intención de reconstruir el PCE en que militó tras su paso por la tribuna de oradores del Congreso. En pleno año electoral, la cosa puede quedar a medio camino entre un entremés de Lope de Rueda y un sainete de Carlos Arniches, puro divertimento de entreacto electoral.

Sin embargo, en el otro teatro, en la disputa por la alcaldía barcelonesa, el asunto puede tener más alcance si se contempla como un intento de recuperar lo que fue CiU como instrumento útil de acción política. Una coalición integrada por corrientes diversas que cubrían un amplio espectro electoral asentado en el catalanismo y que ahora no está en el Govern ni en ninguno de los grandes centros de poder de la Generalitat. Xavier Trias puede hacer una campaña atrevida, insolente, haciendo o diciendo lo que le venga en gana y sabiéndose beneficiario de que no hay una alternativa nítida a la actual alcaldesa, sin duda su mejor motivación. Sabe que no tiene nada que perder pero, estimulado por los vientos demoscópicos favorables, puede presentarse como salvador del partido al que perteneció, empezando la recuperación a través del poder municipal.

En su libertad de movimiento dentro del laberinto municipal barcelonés, Xavier Trias puede descolgarse con un escatológico “¡Barcelona está hecha una mierda!” con la tranquilidad de que nadie, entre quienes ahora le apoyan y dicen que le votarán, se echará las manos a la cabeza escandalizado. Puede hacerlo aun pensando en su fuero interno que quizá gane pero no pueda gobernar. Necesita un excelente resultado porque será nombrado alcalde quien encabece la lista más votada, salvo que el resto de grupos municipales se pongan de acuerdo para presentar un candidato que sume mayoría absoluta. Tras una campaña que a comunes y post convergentes interesa polarizar y centrada en el dilema izquierda-derecha, el juego de la aritmética resultará apasionante desde que se cierren las urnas.

Está claro que a Xavier Trias le restregarán sus veleidades independentistas; hasta le pueden decir que es un títere al servicio de Carles Puigdemont, una idea que ya circula por el entorno de Jaume Collboni como argumento de vuelo gallináceo contra quien ahora va por libre y recién salido de una vida placentera. Beneficiado además por la previsible sentencia contra Laura Borrás, prescindirá de la marca Junts salvo para acceder a los espacios informativos que correspondan por ley a esa formación y puede poner en valor incluso el sacrificio de volver a la arena política para salvar la ciudad de los desmanes del colauismo. Su gran problema será sortear a la organización que le respalda y la vinculación al independentismo, más aun si prosigue visitando comarcas en las que se vea obligado a elevar el tono indepe.

La cuestión es cómo seducir y entusiasmar a una población que envejece y teme la modernidad y el progreso técnico que la margina, al tiempo que es capaz de hacerlo con los votantes más jóvenes sobre los que sobrevuela también el discurso populista más retrogrado. La nostalgia, atizada con el combustible populista de que el pasado fue mejor, aparece como hipótesis movilizadora de las generaciones más veteranas y de las más jóvenes. Estos últimos pueden ser sensibles también a esa añoranza del ayer que no vivieron y podrían estar dispuestos a aceptar un liderazgo fuerte casi en los márgenes de la vida institucional. Una retórica que crea un llamativo acercamiento entre generaciones distantes del que podrían beneficiarse básicamente las formaciones políticas situadas en los extremos.