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26 septiembre, 2015 01:23

Si en algo coinciden todos los actores implicados, directa o indirectamente, en las próximas elecciones autonómicas catalanas, es en enfatizar su dimensión trascendental. La tiene.

Secesionistas, accidentalistas, reformistas y constitucionalistas consideran el 27S como un objeto político anómalo. Y lo es en muchos aspectos, no cabe ninguna duda, que por lo demás han sido examinados hasta la extenuación durante la campaña electoral. Para algunos, es el momento "on tot comença"; para otros, "on tot acaba" o puede acabar.

Un paso más en una erosión lenta

En otros aspectos, sin embargo, el signo es de continuidad más que de inauguración o término. Más bien parece que las elecciones van a marcar simplemente un paso más en el prolongado proceso de desintegración del subsistema político catalán. Un proceso de desintegración que, contra lo que afirma buena parte de la literatura, no viene del pistoletazo de salida del secesionismo explícito (2012 o, si se sigue el relato oficial nacionalista, la sentencia del TC en 2010), sino de más atrás.

A grandes rasgos, la plenitud de este modelo puede identificarse con el ciclo de vigencia del primer Estatuto de Autonomía, el de Sau: al fin y al cabo, su reforma (o más bien, la reapertura de un proceso pseudoconstituyente en Cataluña) fue el primer gran revulsivo al que recurrió el catalanismo orgánico, entonces bifronte (socialmaragallista-pujolista), para compensar el agotamiento del proyecto político catalanista --ligado a la recuperación de la democracia y al despliegue del autogobierno constitucional-- y la erosión de su base social, discreta pero ya visible a mediados y finales de los años noventa.

La estrategia de radicalización con la que el conjunto del nacionalismo orgánico respondió a este relativo declive ha acabado formando con éste una dinámica que se retroalimenta; cada fracaso o cada amenaza contra la hegemonía nacionalista en Cataluña genera una reacción de mayor radicalidad (la inmersión, la ley del catalán, el nuevo Estatuto, el pacto fiscal, el 9N) que contribuye a alienar una parte del soporte cívico y social del catalanismo clásico (además de favorecer la articulación política de las oposiciones), y éste, a su vez, permite ganar peso relativo a los actores más radicales que operan en el entramado nacionalista. Un círculo vicioso que la crisis económica e institucional ha tendido a acelerar.

Por sí misma, la presencia de esta tendencia no prefigura el desenlace final: éste depende no solo del signo de las fuerzas contradictorias que actúan, sino, sobre todo, de su intensidad relativa. Y parece obvio que la radicalización ha progresado hasta el momento con mayor rapidez que la erosión de su base social y electoral. Ésta se observa en la voladura del equilibrio sociovergente, que permitía agrupar en el "consenso catalanista-pujolista" a PSC y CiU, como fuerzas directoras, y ERC y la ICV heredera del antiguo PSUC, como fuerzas subordinadas (cuatro fuerzas que llegaban a sumar el 90% de los escaños del Parlamento), en su sustitución (provisional) por un bloque nacionalista, aún mayoritario y en proceso de radicalización, pero cada vez menos transversal, formado por CiU, ERC y las fuerzas periféricas del secesionismo (SI, en la legislatura 2010-2012, y las CUP desde 2012), y en el debilitamiento de este último entre 2010 y 2012 (tanto en votos como en escaños), que según las encuestas podría agravarse el 27-S.

Naufragio del sistema hegemónico catalanista

El propio panorama que se presenta a los electores en estas elecciones certifica de alguna forma esta mutación. Las cuatro fuerzas que representaban la hegemonía catalanista en 2003 han sufrido severos desgarros. El PSC, que en 2003 ya había iniciado su descenso a los infiernos electorales (aunque se tenía una conciencia limitada de ello), vio su electorado reducirse a la mitad en diez años, y a juzgar por las encuestas, aún no ha tocado fondo; el partido, además, ha sufrido la escisión de varios grupúsculos del mal llamado "sector catalanista", electoralmente poco relevantes pero bien situados en la estructura dirigente, ahora alineados en la lista gubernamental de Mas y Junqueras.

Tras la irrupción de Podemos, ICV ha optado por diluir su sigla en el magma de 'Catalunya Sí que es Pot', no sin sufrir también graves tensiones internas que se han saldado, entre otros, con la migración a la lista gubernamental del que fuera candidato de ICV a las elecciones europeas y eurodiputado entre 2004 y 2014, Raül Romeva. La coalición entre Convergència y Unió se ha roto tras 37 años, al rechazar el socio menor, la histórica formación catalanista Unió Democràtica de Catalunya, la deriva secesionista impulsada por Artur Mas; y la propia Convergència se ve abocada a un incierto proceso de refundación, desacreditada por el abandono de sus sectores moderados, el creciente personalismo de Mas y los escándalos de corrupción que asedian a su familia fundadora y su cúpula dirigente.

E incluso ERC, a priori la formación tradicional más adaptada a la nueva centralidad catalanista, ha visto crecer por su flanco más radical a una nueva formación independentista, antieuropea, asamblearia y antisistema, la CUP, menos proclive al entendimiento con el nacionalismo conservador.

Hace una década, Francesc de Carreras popularizó la expresión "Partido Único de Cataluña" (PUC) para referirse a la peculiar santa alianza entre las cuatro formaciones catalanas de la transición: CiU, PSC, ICV/PSUC y ERC. Cuatro fuerzas formalmente distintas, dirigidas a sectores sociológicos separados y con mensajes teóricamente disjuntos, pero que en momentos críticos actuaban como fracciones de un único partido en todo lo considerado esencial para el catalanismo político, los llamados temas "de país": autogobierno, educación y construcción nacional, lengua, financiación. No es, desde luego, que todos los votantes ni todos los militantes de las cuatro formaciones estuvieran igualmente alineados en el "consenso catalanista" que monopolizó el discurso político en Cataluña desde la transición. Pero sí lo hacían los dirigentes clave de cada uno de las formaciones implicadas, lo que garantizaba, no sin puntuales tensiones, la coherencia global del conjunto.

La metáfora del PUC servía para entender algunas dinámicas de la política catalana, pero carecía de concreción práctica. Hasta estas elecciones, que la metáfora se ha hecho carne: aun de forma imperfecta, la candidatura de Junts pel Sí, esa coalición entre CDC y ERC a la que se han adherido escisiones provinientes de los núcleos dirigentes de los demás partidos de la órbita (Demòcrates de Catalunya, los grupúsculos ex socialistas, Romeva) y representantes de la "sociedad civil" criada a los pechos del nacionalismo gobernante (Òmnium Cultural y ANC), constituye, junto con las CUP, la encarnación más aproximada del viejo pero invisible Partido Único; o más bien de su osamenta última.

No es verdad, como se dice, que el único punto en común de la aparentemente variopinta coalición gubernamental sea la determinación de declarar la independencia: más bien al contrario, su reunión (parcial) en una sola candidatura da forma y continuidad al proyecto político --severamente erosionado y radicalizado, eso sí-- que ha ejercido en las últimas décadas, y sin apenas contestación, su hegemonía en las instituciones autonómicas catalanas. Aunque su actual configuración es inestable, es más fácil que su estallido se produzca por discrepancias sobre la estrategia a seguir en el corto plazo que por desacuerdos en la visión global de Cataluña que les anima.

¿Hacia una Cataluña a cuatro?

Esto es de especial relevancia a la hora de examinar el actual momento político en Cataluña. El bloque secesionista de JxS y CUP es el núcleo que pervive de un nacionalismo orgánico que llegó a ser consensual y a carecer de oposición en Cataluña, y que hoy consideraría una victoria atraer para sí un 45% o un 48% de los votos. Una cifra respetable, incluso impresionante para cualquier democracia pluralista avanzada, pero muy alejada de los consensos del Estatuto de Sau y del 90% que se blandía como apoyo parlamentario al Estatuto de 2006, así como del 73% de votantes que lo apoyaron (con una participación, es verdad, inferior al 50%).

El nacionalismo gobernante es libre de establecer sus propios objetivos electorales, pero no es obligatorio que los demás los demos por buenos a la hora de valorar la situación: en 2012 el bloque independentista obtuvo 74 diputados y más de un 49% de los votos emitidos; su avance o retroceso en los últimos tres años, en un contexto de agitación social e institucional (y de deterioro de la convivencia civil) sin precedentes, habrá que calcularlo sobre eso. Y, dentro de la lógica plebiscitaria que han querido imprimirle, habrá que ver qué porcentaje de votos obtiene el frente nacionalista en cada una de las cuatro provincias (especialmente en la más poblada de ellas, Barcelona) y en las principales ciudades catalanas.

Hay otros elementos dignos de tenerse en cuenta, más allá del ventajista criterio que el nacionalismo ha fijado para juzgar su propio éxito. Enfrente del frente nacionalista, de los escombros del viejo sistema sociovergente, han emergido al menos tres grandes visiones políticas de Cataluña, en distintos estados de desarrollo y con distintos grados de nitidez y concreción, con las que el nacionalismo orgánico de matriz pujolista, ahora abiertamente secesionista, tendrá que combatir desde una posición inhabitualmente incómoda.

Se trata de C's, probablemente el partido catalán --junto con ERC-- con una estructura más sólida y saneada en este momento, tras el naufragio socialista y la ruptura de CiU; el conglomerado podemista 'Catalunya Sí que es Pot', en el que conviven, en una lógica rupturista y constituyente, nuevas fuerzas como Podemos con algunos restos (no todos) del antiguo PSUC y, con él, del antiguo catalanismo histórico; y el menguante espacio de las antiguas fuerzas tradicionales, catalanistas o no, ya sean expulsadas y malheridas por la radicalización del núcleo nacionalista (PSC y Unió Democràtica, hermanadas en la defensa de un catalanismo moderado que fue central y se queda sin espacio, pero del que no cabe descartar la capacidad de reinventarse o acomodarse en una posición más periférica del espectro), o antiguas interlocutoras 'nacionales' del nacionalismo orgánico, también en horas bajas (PSC y PP).

Las encuestas sugieren que algunas fuerzas como UDC (catalanista, pero no rupturista) y Catalunya Sí que es Pot (rupturista, pero no identitaria) podrían jugar un papel fronterizo, de cierta porosidad electoral y sociológica, entre el frente nacionalista y las oposiciones federalistas y constitucionalistas; habrá que ver hasta qué punto esas posibles pasarelas se consolidan y resultan determinantes o sostenibles en el futuro más inmediato.

Apuntes e incógnitas finales

Es difícil aventurar cómo va a asentarse el nuevo equilibrio del subsistema político catalán, al margen de los resultados electorales que arrojen las urnas. Pero sí se pueden hacer algunas observaciones laterales. La primera es que la desintegración del subsistema catalán, largamente considerado uno de los más estables de España, ha sido notablemente más intensa que la erosión que sufre el sistema político nacional, apoyado en un bipartidismo que también sufre severos retrocesos, pero que podría regresar a un punto estable compartiendo su espacio con otros dos actores relativamente menores (Podemos y Ciudadanos).

La segunda es que, lejos de arrojar un mapa político consolidado, las elecciones del 27-S mostrarán una instantánea borrosa de un proceso que está lejos de completarse --y de decantarse--. Son buenos síntomas de ello la notable volatilidad y el carácter mixto (social, asociativo, político) de dos de las principales candidaturas, la de Junts pel Sí y la de Catalunya Sí que Pot, que representan espacios que carecen de una estructura política e institucional fija, bien porque ésta no ha cristalizado aún (en el caso de la coalición podemista), bien porque al menos parte de las antiguas estructuras están en proceso de desmantelamiento o han dejado de ser operativas (CDC en Junts pel Sí).

En este contexto de transitoriedad, y además de las distintas evoluciones que pueden registrar algunos espacios, es posible que el mapa aún no esté completo y que actores potencialmente relevantes todavía no hayan hecho acto de presencia como tales. Resulta una incógnita cómo se reestructurará el espacio de la derecha nacionalista tras la autosuspensión y la descapitalización de CDC, locomotora tradicional de ese espacio, sobre todo si las elecciones marcan el fin político de Artur Mas.

Aunque hay dinámicas que se antojan probables, tampoco está escrito cómo se articulará el espacio de la izquierda populista en Cataluña ni cómo se imbricará con la estrategia de Podemos en todo el país. En parte realzada por este sorprendente desistimiento del podemismo en Cataluña, que parece haber renunciado a la centralidad que dice ambicionar a nivel nacional, salta a primer plano la ausencia y la insuficiente articulación, por el momento, de una izquierda autónoma, universalista y reformista en Cataluña, decididamente ajena a la lógica identitaria del catalanismo. Esta ausencia es, quizá, el último invariante que queda vivo de la estructura catalana pos-transición; podría ser, también, la víctima final de la mutación política y social en que estamos inmersos, que sigue abierta y seguirá avanzando después de las elecciones.