Un doble terremoto de gran intensidad ha sacudido la cúpula de la firma barcelonesa Grifols en el curso de solo cuatro meses.

El norteamericano Steven F. Mayer, que el pasado octubre tomó posesión de la presidencia ejecutiva, anunció esta semana su dimisión “por razones de salud y otros motivos personales” no especificados.

La familia propietaria de Grifols encumbró a Mayer en sustitución del patriarca Víctor Grifols Roura, de 72 años, quien había desempeñado las más altas funciones gerenciales desde el remoto 1985.

Ese relevo significó que, por vez primera en más de siete décadas, un ciudadano ajeno a la saga promotora se encaramaba a la cúspide del consorcio y además era investido de facultades omnímodas para regirlo.

El veterano Víctor Grifols no dejó la poltrona de forma más o menos voluntaria. Lo hizo forzado por las difíciles circunstancias imperantes. Ocurre que el grupo arroja buenos beneficios, pero el peso de una deuda estratosférica le impide levantar el vuelo. Y la bolsa viene propinando a su cotización un varapalo tras otro.

El brevísimo intervalo en que Mayer empuñó la batuta no fue del todo estéril. Mayer es un financiero puro y duro. Con anterioridad ejerció de director general del fondo de inversión Cerberus, uno de los titanes estadounidenses del ramo.

La estirpe Grifols le encomendó la tarea de comprimir al máximo el enorme pasivo de la compañía, recortar sus abultadas cargas de intereses y frenar en seco la pérdida de valor de los títulos en el mercado.

Él se aplicó a alcanzar los objetivos transcritos. Con tal propósito bosquejó un programa de ajuste bastante pedestre y ayuno de ideas geniales.

Consiste, lisa y llanamente, en despedir sin contemplaciones una buena porción de la plantilla. En concreto, de sus 22.500 empleados, plantea enviar al paro a 2.300, cien de ellos ubicados en España.

Tras el súbito abandono de Mayer, el encargo de ejecutar la escabechina recae ahora sobre las espaldas del sucesor designado por la dinastía fundadora, el sueco Thomas Glanzmann, procedente del sector farmacéutico. Es de subrayar que el caballero conoce a la perfección los entresijos de Grifols. No en vano, ocupa un puesto en su órgano de gobierno desde 2006 y desempeña su vicepresidencia desde hace un lustro.

Al igual que el preboste saliente, Glanzmann no solo se erige en mariscal del conglomerado, sino que a la vez asume las más amplias atribuciones de gestión.

En resumen, es el tercer mandarín de Grifols en poco más de cuatro meses, todo un récord de inestabilidad que vulnera el sabio consejo de no hacer mudanzas en tiempos de turbación.

La cima de la casa anda sumida en una situación movediza que no es una buena acompañante. Mucho menos al tratarse de una sociedad cuyas acciones se comercian en el parquet y se hallan sujetas a su implacable escrutinio.

Durante el dilatado mandato de Víctor Grifols, la empresa creció como la espuma y multiplicó sus ventas 150 veces. Tan formidable progreso se articuló mediante la compra de varios de sus competidores en el sector del plasma sanguíneo.

Lo malo del caso es que semejantes adquisiciones no se llevaron a cabo con recursos propios, sino ajenos, o sea, de la banca. La secuela inexorable es que al cierre del año pasado, su deuda con las entidades crediticias sumaba la apabullante cantidad de 10.200 millones.

Tamaña losa está resultando de muy difícil digestión. Durante el último ejercicio, los gastos financieros derivados del endeudamiento engulleron nada menos que la mitad de los excedentes generados.

Tal drenaje surte efectos demoledores sobre la cotización. Grifols saltó a las pizarras bursátiles en 2006 y alcanzó su cénit en 2020, a 34 euros. Anteayer viernes cerró a 12,6. De ello se infiere que dos terceras partes de la capitalización total se han volatilizado en el fatídico trienio último.

La ascensión del señor Glanzmann a la cumbre abre una etapa repleta de incógnitas en la larga historia de Grifols. Una cosa es cierta: nadie duda de que, sin más preámbulos, el nórdico empuñará con brío la podadera que le ha afilado su antecesor para diezmar al personal, víctima propiciatoria de este desaguisado.