Mediados de abril. Estados Unidos. Grupos de partidarios de Donald Trump se manifiestan en 20 estados (Ohio, Virginia, Texas, Michigan, Indiana, Minnesota, Kentucky, Carolina del Norte, Utah, Nevada y Maryland, entre otros) para protestar contra el confinamiento. Algunos van armados con pistolas y rifles semiautomáticos. Multitud de banderas de las barras y las estrellas. Van sin mascarilla y no respetan las distancias, en un momento en que hay ya más de 700.000 contagiados y 33.000 muertos (ahora pasan de 1,4 millones y de 84.000 fallecidos). Reclaman la reanudación de la actividad económica porque “no se puede cerrar América” y denuncian que el coronavirus es una estratagema del Partido Comunista de China para destruir a Trump.

Mediados de mayo. Madrid. Un mes más tarde, porque todo lo de Estados Unidos llega, pero después. Grupos de partidarios del PP y de Vox se manifiestan en al barrio de Salamanca, la tercera zona más rica de España, para protestar contra el Gobierno de Pedro Sánchez y pedir la apertura económica. Algunos van armados con palos de golf, bastones o paraguas. Multitud de banderas españolas, muchas con crespones negros, en balcones, sombreros, muñequeras, mascarillas, paraguas y correas de perros. No respetan las distancias. Gritan “Libertad, libertad”, aluden a Venezuela y piden la dimisión de Sánchez.

La diferencia entre las concentraciones es que en Estados Unidos no cargan contra el Gobierno federal de Trump, que alienta a los manifestantes, sino contra los gobernadores de los estados demócratas, mientras que en Madrid es al revés: critican al Gobierno federal de Sánchez mientras son alentados, además de por Vox, por el Gobierno regional y especialmente por su presidenta, Isabel Díaz Ayuso, que ha augurado muchos más Núñez de Balboa (la calle donde se concentran las protestas) cuando se recupere la libertad de movimientos.

Pese a sus constantes metidas de pata y a sus escándalos --el último, el del doble apartamento de lujo donde pasa el confinamiento--, Díaz Ayuso se ha convertido en la punta de lanza del PP más duro contra el Gobierno de Sánchez, animada por su padrino José María Aznar. En un encuentro telemático que mantuvieron ambos el 12 de mayo, Aznar elogió la “labor importante” de Ayuso en la crisis del coronavirus. “Los hijos de Chávez están todos por aquí, y hay que decir que no están mal colocados: no sabes lo que te envidio porque te insulten a ti”, le dijo el expresidente del Gobierno y del PP. “Tenerte aquí, sometida a una campaña como las que yo sufrí, es una gran satisfacción”, añadió.

“La libertad siempre ha tenido muchos enemigos”, afirmó también, como si recordara sus palabras de 13 años atrás en Valladolid cuando se enfrentó a las campañas cívicas de la Dirección General de Tráfico. “A mí no me gusta que me digan ‘no puede ir usted a más de tanta velocidad, no puede usted comer hamburguesas de tanto, debe usted evitar esto y además le prohíbo beber vino’”, dijo. Y desarrolló el peculiar argumento, que no tiene en cuenta el peligro de conducir tras haber bebido, con otra afirmación: “Las copas de vino que yo tengo o no tengo que beber, déjame que las beba tranquilamente; no pongo en riesgo a nadie ni hago daño a los demás”.

Con estos antecedentes, no puede extrañar que el PP entienda el estado de alarma como una intolerable restricción de las libertades, pese a que el número de muertos haya superado en España los 27.000 y se haya demostrado que el confinamiento es una medida imprescindible para atenuar las consecuencias trágicas de la pandemia. Que el PP, autor de la ley mordaza, se queje de la pérdida de derechos sería cómico si no fuera dramático. El presidente del PP, Pablo Casado, ha dicho además que si se produjera un rebrote no aceptaría volver al estado de alarma, sino que España debería acostumbrarse a convivir con el virus.

Acaban de cumplirse dos meses de la declaración del estado de alarma y el Gobierno quiere pedir una nueva prórroga de un mes porque el coronavirus dista de estar controlado. En estos dos meses, hemos pasado de 272 personas ingresadas en las Unidades de Cuidados Intensivos (UCI) el 14 de marzo a que hayan sido atendidas en las UCI unas 11.500. El día anterior a la aprobación de estado de alarma se habían detectado 4.209 casos y ahora pasan de 230.000, con un récord de fallecidos el 1 de abril (929 personas en 24 horas). España se ha paralizado, se han destruido un millón de empleos, más los 3,4 millones acogidos a los expedientes de regulación temporal (ERTE), y se augura una caída del PIB cercana al 15%.

El mundo ha cambiado completamente e infinidad de cosas que podíamos hacer antes del coronavirus ya no podemos hacerlas. Lo único que no ha cambiado ha sido la bronca y la crispación política habituales en España, donde no se ha respetado ni la tremenda tragedia de la pandemia. Después de unos inicios titubeantes, la oposición de derechas no ha perdonado ni uno de los fallos de improvisación ni los errores de previsión o de gestión cometidos por Sánchez y ha convertido la batalla política para derribar al Gobierno de coalición en la prioridad de su actuación. Lo mismo ha hecho el Govern independentista de Quim Torra. Sin importarles lo más mínimo en caer en las contradicciones de pedir más confinamiento un día y exigir levantarlo al día siguiente, o priorizar la salud un día y la economía otro día.

Ahora, para el PP, como se ve con las declaraciones de Casado o con la exigencia de Madrid de pasar a la fase 1 de la desescalada sin estar preparado, lo esencial es exigir la reanudación de la actividad económica y social, sin que les preocupe un posible rebrote del virus. Igual que Trump y sus aguerridos seguidores.