Populismo, propaganda y poder es una combinación peligrosísima que hemos ido viendo evolucionar a lo largo del siglo XX. Proponer falsas soluciones simples a problemas complejos, modificar la verdad y deshumanizar al rival permiten transformar democracias en dictaduras aunque en muchas ocasiones el monstruo acaba devorando a su progenitor, especialmente si no ha tenido la precaución de crearse un nuevo régimen lleno de adictos y todo lo basa en su liderazgo personal, como es el caso de Trump.

Las guerras mundiales, los golpes de estado endémicos en Sudamérica, las narcodictaduras, … son hijos de un populismo que tenemos archivado en el siglo pasado. Pero en este siglo XXI estamos viviendo populismos peores por su sofisticación gracias al uso abusivo de las nuevas tecnologías. Difundir mentiras usando discursos y diarios tiene un impacto y una velocidad de propagación muchísimo menor que las soflamas en twitter amplificadas por ejércitos de usuarios falsos, los bots.

El Brexit, una decisión que hace retroceder al Reino Unido y a la Unión Europea décadas, era hasta la fecha la mayor culminación del populismo del siglo XXI pues nuestros hechos de otoño de 2017 no tuvieron, afortunadamente, otra trascendencia que dividir a nuestra sociedad, que no es poco. Pero la toma del Capitolio por los seguidores de Trump para interrumpir la formalización de la elección presidencial ha llevado el populismo a un nivel no visto hasta ahora.

El discurso de Trump enfrente de la Casa Blanca arengando a las masas es digno de estudio. Puso en la diana de una manera contundente a su vicepresidente Pence, a varios senadores de su partido e incluso a los miembros del tribunal supremo nombrados en su mandato. En un país con más armas que ciudadanos, algunos bastante tarados, todo sea dicho, cualquier cosa podría pasarles en las próximas semanas tras este brutal señalamiento.

El resultado, cuatro muertos y 54 detenidos, es “poco” balance para lo que podía haber pasado en un país donde las ametralladoras se venden en los hipermercados. Caerá el peso de la justicia sobre los 54 “pringados” que han sido detenidos por su estupidez haciéndose selfies en el Capitolio una vez perpetrada la fechoría. Pero la causa criminal, que la habrá, seguro que buscará otros culpables. El primero el Presidente incendiario, sin duda incitador a la rebelión. Pero también varios mandos de las fuerzas de seguridad porque es increíble como el parlamento americano estaba tan desprotegido en un día tan especial y con la amenaza creíble de manifestaciones nada pacíficas. No es casualidad que solo la llamada policía del Capitolio, un cuerpo de seguridad menor, estuviese sola e indefensa sin apoyo de fuerzas federales o del ejército. Es muy llamativa la comparación con la protección del congreso el verano pasado en las manifestaciones del Black Lives Matter. Trump lanzó la mecha que incendió la gasolina, pero alguien se ocupó para que hubiese pocos bomberos disponibles. Las palabras rebelión y sedición las vamos a oír con más frecuencia de la que podemos creer.

Sería bueno usar este caso, que esperemos no vaya a más, para reflexionar sobre el uso indiscriminado de la mentira y la propaganda en política. Deberíamos desterrar la mentira y a los mentirosos del espacio público, pero me temo que no será así. Somos más que permisivos con la mentira, la manipulación y la propaganda. Y aunque ya son varios los casos palmarios con consecuencias negativas, seguimos permitiendo por activa y por pasiva que los políticos retuerzan la realidad, adulteren el lenguaje y manipulen los datos en su único beneficio, exacerbando la confrontación en el entendido que así ganan más fieles.

No deja de ser curioso que twitter, Facebook e Instagram hayan censurado al Presidente de los Estados Unidos mientras han permitido, y permitirán, el uso y el abuso de las redes por el resto de políticos del mundo. Trump no es el proto-malo, es simplemente uno mas de una casta que está esparcida por todo el mundo en una pandemia para la que no se le busca ni cura ni vacuna. Los americanos han tenido la fortuna de que su clase política tiene un respeto de su oficio superior a la nuestra y han sido capaces de decir, en su gran mayoría, basta ya, cosa que aquí, lamentablemente, ni ocurrió ni tiene visos de ocurrir.