Después de un año tan singular y que merecería, sin duda, ser enviado a la papelera de la historia, parece que el que acabamos de empezar nos depara emociones fuertes. El día de Reyes vimos lo que nunca hubiéramos pensado ver: un serio intento de golpe de estado en Estados Unidos. Aunque la toma del Capitolio pareció protagonizada por figurantes de una mala película de zombis, puso en evidencia el mal profundo que han infringido a la sociedad americana Donald Trump y el trumpismo. Se ha puesto en jaque un sistema democrático antiguo y aparentemente sólido --aunque notablemente desfasado en sus aspectos técnicos-- y se ha mostrado como la mayor potencia económica y militar, el país de Silicon Valley, ha sido gobernado y dirigido por el mayor energúmeno que ningún guionista podía siquiera imaginar.

El ultraje que han sentido una parte importante de los estadounidenses al ver cómo las hordas se comportaban de manera antidemocrática y casi animal, profanando los símbolos del país y de su sistema político, es comparable a la intensa vergüenza que hemos sentido en todo el mundo. Porque a todos nos incumbe, vestigios observamos aquí y allá y en ninguna parte estamos vacunados contra ello. Cuando quien lideraba el mundo se ve poseído por un movimiento claramente totalitario, abyecto, es como para ponerse a temblar. Lo previó Thomas Mann en los años cincuenta: "el fascismo volverá, y entonces lo hará en nombre de la libertad". Las bases de lo que está pasando en Estados Unidos están presentes en buena parte del mundo occidental. Amplios sectores sociales que se han sentido excluidos de la marcha de la sociedad tanto en el terreno económico como cultural; gente irritada, humillada y resentida que han escuchado los cantos de sirena de un nacionalpopulismo hecho de mentiras, manipulaciones y demagogias. El carácter simplificador y adictivo de internet y las redes sociales ha permitido articular los miedos y los odios de los actuales parias de la tierra, movilizados y en pie de guerra en pro de un líder --carismático a su manera--, pero sobre todo contra todo lo que simboliza el status quo político y social de los Estados Unidos, contra la corrección lingüística y cultural del progresismo y, en definitiva, contra todo lo que representa el Partido Demócrata: los outsiders contra los insiders.

Con el trumpismo y con esta algarada final que tanto se parece a las revueltas de las repúblicas bananeras, Estados Unidos ha perdido mucho del prestigio que aún mantenían y buena parte de la referencia y liderazgo que todavía ejercían en el mundo. Hoy en día, dominan rankings y estadísticas, pero ya no tienen autoridad moral ni encarnan el futuro. No estamos ante una anécdota, sino ante hechos con mucha carga simbólica y significativa. Una ola reaccionaria, violenta y fascista que se lleva por delante un Partido Republicano que ha hecho muy poco para detener la loca dinámica impuesta por Donald Trump. Los totalitarismos europeos del periodo de entreguerras lo primero que hicieron fue someter a unos partidos de derechas muy pusilánimes en la defensa de la libertad y la democracia.  

No deberíamos olvidar, que los sistemas democráticos se sustentan sobre instituciones que deben ser compartidas y aceptadas, pero, sobre todo, en un conjunto de normas no escritas que tienen que ver con la tolerancia, la convivencia, el diálogo, el respeto a las leyes y la aceptación de la pluralidad. El sistema no es compatible con el tribalismo. Democracia es Constitución y participación electoral, pero es sobre todo una actitud, un comportamiento, una cultura. Después del espectáculo vivido en Estados Unidos los últimos cuatro años con la culminación casi surrealista del día de Reyes y con un presidente que se niega a aceptar la realidad, los hechos y el final de su mandato, el mundo podría aprender sobre a dónde lleva seguir dinámicas enajenadas y autodestructivas. Cuales son las consecuencias de instalarse en mundos imaginarios construidos con la manipulación de los temores por parte de líderes mesiánicos que no tienen otro interés que dar salida a sus delirios y perpetuarse en un poder que no lo conciben para contribuir al bien común sino para darse un homenaje en su narcisismo y en una visión del mundo totalmente egocéntrica. Pero, sobre todo, sería bueno que entendiéramos que no podemos avanzar por caminos de un dudoso progreso olvidando y condenando a la exclusión a tanta gente a los que no les dejamos mucha más salida que seguir a profetas equivocados y proyectar su fe en dioses falsos.