Se acaba de conmemorar el quinto aniversario del atentado que tuvo lugar en la Rambla de Barcelona. Como la finalidad del terrorismo, es esto, crear el máximo dolor posible y la muerte de cuantas más personas mejor, eligieron de forma improvisada este lugar tan concurrido y emblemático de Barcelona, sabedores de que además del mal cometido, tendría una repercusión mediática global.

La forma de la acción barcelonesa, con una furgoneta encarando y atropellando de manera voluntaria a todos los peatones que encontraba a su paso, fue especialmente brutal y despiadada, además de dejarnos claro que infligir tanto daño es relativamente fácil, sólo hace falta tener la voluntad y escasa moralidad para llevarlo a cabo.

Preocupó, además, cómo jóvenes que aparentemente hacían vida normal, que vivían bastante integrados en ciudades catalanas, se podían fanatizar en relativamente poco tiempo y de manera poco visible, hasta querer dañar lo que hasta hacía poco compartían. Captamos la vulnerabilidad y la inseguridad para todos que representa el fanatismo extremo. Cómo es un arma poderosa, incontrolable e incomprensible, un punto de fuga a las frustraciones que parece tener poco que ver con los valores de bondad y respeto a la vida humana que preconiza cualquier religión.

Es propio de sociedades democráticas condenar de forma unánime cualquier acción terrorista y no darle a la violencia ninguna brizna de justificación. También debería ser consustancial a la noción de ciudadanía apoyar a todos aquellos que han sufrido los efectos de esta violencia ciega. En las Ramblas, en agosto del 2017, fue mucha la gente que vio destrozada a su familia y su vida. De mantener el apoyo en el tiempo no sabemos mucho, y las instituciones que deberían hacerlo en nuestro nombre, tampoco.

Con sucesos de este tipo, las declaraciones contundentes e impostadas de los primeros momentos, en caliente, tienen poco recorrido. Los afectados, la gente a la que el dolor de los hechos le va a durar, pasan pronto de la condición de mártires a la de olvidados. Habría que ser mucho más empáticos. No abandonar a quienes sufren es un deber de las instituciones de cualquier sociedad sana, como lo es cumplir con sus obligaciones y compromisos. Hacía falta este recuerdo y reconocimiento cinco años después, pero por el camino se nos ha olvidado apoyarles, darles soporte más allá de las palabras amables. Tal y como habíamos dicho que haríamos.

En este contexto de dolor y sensibilidad a flor de piel, resulta incomprensible que hubiera cientos de personas organizadas y movilizadas para reventar un acto de estas características, que no se tuviera ningún aprecio para los muertos ni para sus familiares convirtiendo lo que debía ser solidaridad y recogimiento en un acto con pretensiones políticas.

Hay sectores del independentismo, espero que pequeños, que han perdido completamente la carta de navegación y se comportan como la derecha extrema que opera en tantos otros países y que, por ejemplo, intentó ocupar el Capitolio de Washington en nombre de Donald Trump. Portadores de teorías conspiranoicas y verdades alternativas, niegan los hechos y las investigaciones oficiales para erigir una pretendida connivencia, o vete a saber si organización, de la policía española con el atentado. Se ve que, en este caso, también la culpa debe ser de España.

Una parte del país se ha instalado en una irrealidad y tiene unos comportamientos antidemocráticos que nos acaban por afectar a todos y nos degradan como sociedad, porque no son anecdóticos, sino que se repiten y mantienen a la ciudadanía fracturada. Como se vio este día, las acciones no son nada espontáneas y responden a una organización y líderes políticos que, jugando a una rebeldía impostada, están dispuestos a hacer tierra quemada. La visión de todo ello resulta triste e indignante.

Lo preocupante, es que esto no es algo puntual ni agua pasada. Seguro que continuará, porque viven inmersos en estos happenings. El país ya ha perdido muchas sábanas en esta colada que dura una década. Quizá sea la hora de que aquellos que dicen apostar por el camino de la razón y poner el acento en gobernar el país dejándose de quimeras, le dijeran al trumpismo local que se ha acabado el recreo.